El chat ya no es lo que era. Montones de mensajes no leídos se acumulan en las distintas bandejas de entrada, algunos de meses atrás. Otras tantas conversaciones que sí fueron leídas quedaron sin respuesta. La razón: administrar esas micro interacciones virtuales me es cada vez más costoso. No tengo tiempo ni energía mental para darles continuidad. Puede parecer una nimiedad absoluta, pero eso trae aparejada una pequeña angustia de entonces no saber cómo alimentar las relaciones con personas que se encuentran físicamente distantes. Esa era la función del chat.
O, para ser justos, esa era la función que el chat usurpó.
Cuando el chat irrumpió en mi vida llegó a revolucionar la manera en que me comunicaba con otros seres humanos. Sus bondades eran inmediatas y palpables: la posibilidad de comunicarse con muchas más personas, sin importar el lugar (¡del mundo entero!) donde se encontraran; de mantener un registro completo de la conversación, muy útil para todo tipo de fines; el hecho de ser prácticamente gratis: el costo unitario de un mensaje es insignificante, caso contrario a una carta o una llamada telefónica, cuyo costo se eleva conforme más lejos se encuentre el receptor.
Gracias a esas bondades (y a que estaba de moda), el chat definitivamente reemplazó el uso del teléfono1, del cual hacía un uso intensivo para comunicarme con mis amigos. No todos los días, sí frecuentemente, llamaba a uno o dos amigos y pasábamos horas platicando al teléfono. De manera regular conectábamos llamadas para ser tres en conversación. Pienso en ello y me sorprendo: hoy en día sería incapaz de sostener una charla tan larga. He desaprendido a hablar por teléfono.
Y parece que ahora estoy desaprendiendo a comunicarme por chat. Hubo un tiempo en que solía tener mucha interacción virtual por medio de la mensajería instantánea. Estaba metido en montones de foros y grupos, y tenía numerosas conversaciones diariamente. Ahora los mensajes se acumulan y se acumulan como copos de nieve2 y yo no puedo (o no quiero) encontrar tiempo de responder. Y no es realmente que no me interese conversar (amo conversar), simplemente ya no tolero el sucedáneo de la mensajería instantánea.
Un día me propuse procesar todos los mensajes pendientes de mis cuentas de Telegram. Aparté un tiempo en mi calendario, puse algo de música, preparé un café y me senté a responder. Tras algo así como una hora terminé, me di por satisfecho y fui a servir otra taza de café. Dos minutos después ya tenía nuevos mensajes. Recordatorio para mí mismo: por eso se llama instantánea. Se espera que se responda de inmediato. Iluso de mí: supuse que al responder todos los mensajes podría quedar un rato sin novedades en la bandeja de entrada. Decidí cambiar de estrategia. El problema es que aún no encuentro una estrategia que me funcione.
Tengo una cierta nostalgia por el teléfono, el cual incluso prefiero a las videollamadas. Al hablar por teléfono hay una pequeña sensación de complicidad: al no ver el rostro del interlocutor es como si la conversación, apenas susurrada, tuviera lugar en una habitación oscura. Me recuerda a mi infancia, cuando mis primos se quedaban a dormir en casa y nos pasábamos horas platicando en voz baja para no despertar a mis padres. Las videollamadas son demasiado… planas y explícitas, sin lugar para la imaginación telefónica: «¿qué estás haciendo?», «estoy cocinando», e imaginas al otro cocinando. Las videollamadas son el video porno de la comunicación virtual.
No parece haber muchas personas que sigan utilizando el teléfono para conversar casualmente. No entre mis cercanos, al menos. Entonces estoy en una encrucijada de esas que se antojan estúpidas. Toca aprender nuevas maneras de mantener vivas las relaciones interpersonales, aun las de larga distancia. La tarea probó ser demasiado grande para el chat.