febrero 16, 2023
Llueve sobre Bogotá. Así suelen ser las tardes en esta ciudad. Las nubes se cierran sobre la capital; el sol no puede alcanzar la tierra sino con dedos endebles. El panorama invita a refugiarse bajo un paraguas y así voy caminando cuando un señor que va en sentido contrario me aborda. Me pregunta por el terminal de transporte. Yo, que no soy de aquí, pude haber contestado que eso, que no soy de aquí y no puedo ayudarle, pero a fuerza de caminar esta ciudad he aprendido dónde quedan algunos sitios. Siga derecho dos cuadras, pase la gasolinera después del semáforo y a mano izquierda está la terminal. Me da las gracias con esa forma tan bogotana de hablar y se marcha. Esa es toda nuestra interacción.
Estoy seguro de que habría olvidado a ese señor casi de inmediato, el mismo día, pero apenas reemprendo el caminar la idea de los encuentros fortuitos se abre espacio en mi cabeza: dos desconocidos se encuentran, interactúan por un breve momento y nunca más vuelven a saber uno del otro. De las pocas interacciones que persisten más allá del mero vistazo algunas tienen el potencial de mantenerse durante algún tiempo, como los compañeros de aula o trabajo. Solamente una mínima proporción llegarán a convertirse en relaciones cercanas; caminamos solos hacia ninguna parte y aunque en ocasiones nos acompañamos durante un tiempo en el recorrido la ruta es unipersonal.
Pensar en estos términos me hace sentir nostalgia por las relaciones que van quedando en el pasado, pero más por aquellas que nunca llegan a formarse. Es una nostalgia de lo no vivido, un permanente doblar de campanas. Decido hacer un pequeño apunte para esbozar estos pensamientos y para no olvidar que hubo un día en que me encontré con un señor que pedía indicaciones para llegar al terminal.