Imaginemos una situación: está uno de viaje, probando cosas nuevas, conociendo personas, sacando montones de fotografías. Algo natural es el deseo de compartir un poco de todo eso con nuestros conocidos, ya sea en forma de anécdotas, videollamadas, o, frecuentemente, historias de Instagram. Una reacción muy común de la otra persona es la envidia. Pero no una envidia cualquiera, no. Envidia de la buena.

En realidad, la situación es lo de menos. Viajar es una de esas cosas que causan envidia, pero lo mismo ocurre con la compra de un auto o una casa, un casamiento, un ascenso en el trabajo. En general, cualquier situación que represente un cambio «positivo». La respuesta «me da envidia de la buena» es una de esas frases precocidas que suelen soltar las personas ante aquellas noticias. Lo curioso aquí no es la emotiva contestación —humana, al fin y al cabo—, sino el apellido de esa forma especial de envidia.

De la buena, me hace pensar en otra clase de envidia, una envidia con alcurnia. De la misma forma en que un baño caliente y un traje nuevo transforman a un zarrapastroso en alguien a quien los restaurantes no negarían la entrada, el apellido De la buena troca el rostro habitual de la envidia en algo aceptable. La envidia, que comúnmente habita detrás de los visillos o entre los bisbiseos de los corredores a nuestras espaldas, ahora se presenta a la hora de almorzar haciendo gala de su nuevo título expiatorio. Título que, de hecho, nosotros le hemos otorgado, como una consecuencia más de ese afán de calificar a las cosas como «buenas» o «malas».

Esa visión dicotómica del mundo —inflexible por naturaleza— nos hace catalogar a la envidia entre los pecados capitales1: algo muy, muy malo. Hemos asignado esta cualidad a la envidia desde hace tanto tiempo, que más que entenderla como una emoción humana natural la percibimos como una falta, algo de lo que avergonzarse y ofrecer disculpas. No cabe duda: la envidia «es mala».

Como la envidia es mala, ¿qué podemos hacer frente a la sensación que provoca el bien o el éxito ajenos? ¿Cómo nombrar ese sentir? Pues fácil lo reconocemos: es la envidia, pero nos hacemos los locos porque la envidia es mala. Es así que edulcoramos la expresión para salir del paso y decimos: «me da envidia, pero envidia de la buena». Pero, ¿cómo puede esto tener sentido? ¿Cómo podría la envidia ser buena únicamente porque así lo decimos?

Creo que esa no es la pregunta importante, ya que parte de asumir a la envidia como algo malo. La pregunta real, me parece, es: ¿por qué calificar a la envidia de algo malo en vez de simplemente admitir que es una más de las emociones humanas? Dicho de otra forma: ¿por qué habría demérito en reconocer que uno desea el bien ajeno? Esa emoción humana es tan común que me parece tan absurdo avergonzarse de la envidia como avergonzarse de tener nariz. Podría argumentarse que el deseo del bien ajeno va acompañado del deseo de que el otro pierda ese bien, pero no veo cómo se sigue una cosa de la otra y, en todo caso, eso ya es otro asunto.

Me parece mucho más coherente con uno mismo y con el mundo simplemente admitir la envidia. Si tanto molesta la palabrita, pues habrá que encontrar otra.


  1. De los que derivan otros pecados, según la doctrina de la iglesia católica. ↩︎