Durante los últimos días me he sentido otro.

Es una sensación de inercia. Inercia como la que garantiza que tu rostro se estampe en el parabrisas si el auto ha frenado en seco y no traes puesto el cinturón de seguridad. He tenido poca voluntad de llevar a cabo actividades que por lo regular me agradan, he sentido menos interés en sostener conversaciones, me he encontrado varias veces sin ánimo de absolutamente nada. Reconozco las señales; durante los últimos tres años he trabajado en aprender a reconocer y nombrar la causa.

Depresión.

La depresión —ahora lo sé— me acompaña desde hace varios años. A veces camina a mi lado, otras estorba el paso colocándose al frente, y algunas más no se deja ver, aunque la percibo de la misma manera en que se percibe aquella cosa sin nombre que acosa a quienes apagan la última luz del pasillo antes de dormir.

Vislumbré a la depresión aún lejana, y decidí escribir sobre la sensación de verla acercarse. ¿Cómo es esa sensación? Lo que primero vino a mi mente fue pensar en ello como «estar al borde del abismo». La figura es evidente: lugar común. No me satisfizo. Magullé la imagen durante días y al cabo caí en la cuenta de que estar cerca de un episodio depresivo en realidad no es como estar al borde del abismo. La depresión no es, después de todo, la caída al vacío. Las caídas corren: inician y concluyen en cuestión de segundos. La depresión camina lentamente, disfruta del paseo y ocasionalmente se detiene a cortar flores.

Además, la depresión no te hace querer gritar «¡Gerónimooooooooooo!». Es más una gangrena que se extiende desde las periferias.

La idea de la gangrena me hizo pensar en una imagen de la novela Colmillo Blanco, de Jack London:

Estamos en un bosque bajo el doble manto de la nieve y de la noche. El único sonido es el crepitar de un fuego que un hombre se empecina en no dejar morir. Este hombre abraza sus rodillas mientras se debate entre dormir y alimentar las llamas, pues en días recientes ha dormido poco y mal. Alrededor del hombre hay un círculo de ojos que brillan a la luz de la fogata. Son lobos. Durante días han perseguido al hombre, determinados a agotarlo; el hombre sabe que, llegado el momento, ya no será capaz de recoger leña.

La depresión es justo así.

Es como un círculo de lobos que cada vez se acerca más a un hombre solitario, un hombre que cada día recoge un poco menos de leña debido al cansancio, que cada noche se rinde un poco más ante el sueño, y que cada noche se percata menos de la cercanía de los lobos. Lobos que cada noche se acercan unos centímetros más, confiados en que el fuego, eventualmente, se apagará.

Así se siente la depresión. La depresión no se acerca a uno por la espalda para empujarlo desde el borde del abismo. La depresión viene de todas direcciones, un poco más cerca cada vez, esperando el momento en el que los dedos entumecidos sean ya incapaces de empuñar un leño y los ojos se rindan ante la noche.