Actualizado por última vez: jueves, 1 de febrero de 2024


Esta entrada está bien pinche larga, lo sé. No me apetecía dividirla en varias, así que ahí va completita.

Lo escrito a continuación está basado en gran parte en el cuaderno de viaje que llevé conmigo y en el que registré notas de las cosas que pensaba, veía y hacía. Por esa razón el tiempo verbal de algunos pasajes hace parecer que de hecho estoy ahora mismo en Colombia, cuando en otros queda claro que estoy hablando del pasado. En realidad, toda esta entrada fue escrita después del viaje, por lo que debe entenderse que en todo momento estoy hablando del pasado, así parezca que transcurre el presente.

Aunque dicen los ancianos que recordar es volver a vivir. Y la vida siempre está en el presente.


El gran acontecimiento de este mes fue el viaje a Colombia. Durante 21 días, del 29 de octubre al 19 de noviembre, paseamos por tierras colombianas aprendiendo un poco de su historia; diversidad ecológica y cultural; costumbres, comida y acentos; y las semejanzas y diferencias con nuestra cultura mexicana.

Fueron 21 días que nos parecieron eternos y, a la vez, apenas nada. Harían falta varias vidas para llegar a conocer cabalmente un país tan rico y tan inmenso como Colombia.

Por qué Colombia 🇨🇴

En realidad no hay una razón «fuerte». Queríamos viajar. Viajar al extranjero, específicamente. Queríamos que fuera Latinoamérica, en parte por la cercanía, en parte por el costo y en gran parte por la sensación de parentesco entre latinoamericanos. Me parece que ninguna otra región del mundo tiene ese último rasgo tan marcado como Latinoamérica.

Nuestra primera opción fue Perú, pero descartamos la idea por razones que no vienen al caso. Tras nombrar algunos países el nombre que destacó fue el de Colombia.

Elegimos Bogotá como punto de llegada principalmente porque no teníamos ni idea de qué iba a ocurrir en el viaje. Previamente acordamos mantener un alto porcentaje de improvisación, para mantener la flexibilidad durante los días que estuviéramos allá. Lo único que teníamos cierto era que el pasaje redondo México - Colombia iba a ser por Bogotá.

Y allá fuimos.

El viaje ✈️

Bogotá :leaf_fluttering_in_wind:

Días 0 y 1. Llegada a Colombia 🇨🇴 y el Jardín Botánico de Bogotá 🌿

Partimos el sábado 29 de octubre a las 21 horas. Nuestro vuelo, que originalmente habíamos reservado a las 9 de la mañana, fue ajustado para partir 12 horas más tarde, lo que nos dejó con la incómoda perspectiva de aterrizar de madrugada el domingo 30 (el vuelo Ciudad de México - Bogotá demora alrededor de cuatro horas y media).

Aunque nuestro avión comenzó a moverse puntualmente, nos tocó tráfico. ¿Cómo? ¿Tráfico en un avión? Pues sí, resulta que el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México (AICM) tiene problemas de saturación aérea y toca esperar. Nuestro avión tuvo que formarse detrás de varios otros para esperar su turno de poder usar la pista de despegue. Literalmente. A mí esto me parece un inconveniente absurdo de grandes proporciones, sobre todo pensando en la importancia estratégica que el AICM tiene en la región. (O que debería tener).

Sea como sea, tras unos treinta minutos de espera al fin despegamos.

Aterrizamos en Colombia a eso de la una de la mañana. Yo no me podía creer haber llegado. Es una época fascinante en la que vivimos: uno puede treparse a un tubo metálico que claramente no debería volar, que sin embargo lo hace, y estar en otro país en menos tiempo de lo que tardan a uno en atenderlo en el IMSS. Alucinante.

A nuestra llegada al aeropuerto El Dorado hacía frío y el aire se sentía húmedo. Los agentes de migración nos trataron despectivamente, ¿pero acaso no es así en todo el mundo? Tener una personalidad como un gas atorado debe estar entre los requisitos del puesto.

Teníamos mucho sueño, pero no podíamos sino esperar: necesitábamos vacunarnos contra la fiebre amarilla. La fiebre amarilla es una enfermedad viral de las áreas tropicales en África y América del Sur. Se transmite por la picadura de un mosquito y es altamente peligrosa; dado que queríamos ir a la selva colombiana, necesitábamos la vacuna; a mí me interesaba particularmente ya que se me conoce por mi efecto repelente de mosquitos: no pican a quienes me rodean porque están ocupados cebándose conmigo.

En Colombia todo mundo dice «buenos días» cuando claramente es de noche. Así lo noté por vez primera al acercarme a pedir informes sobre la vacuna. Eran apenas las dos de la mañana y la chica sentada al otro lado del escritorio corrigió con una sonrisa mis «buenas noches» antes de darme la información solicitada. Me recordó a nuestro mexicano «tardes ya». Ella fue la primera; perdí la cuenta de todas las veces que me corrigieron los saludos durante mi estancia en Colombia (hacia el final, para facilitarme la vida, terminé diciendo simplemente «buenas»).

En El Dorado sí aplican la vacuna contra la fiebre amarilla, pero en horario de consultorio, por supuesto. Eso significaba esperar a que dieran las siete de la mañana. Fue sumamente incómodo: nos sentíamos cansados y fastidiados; medio platicamos, cenamos algo y logramos mal dormir un poco sentados dentro de un restaurante. Al final conseguimos la vacuna. De ahí, quedaba esperar para hacer el check-in en el hospedaje.

Decidimos guardar el equipaje en el aeropuerto y visitar el Jardín Botánico de Bogotá. Hasta donde sé, en México no tenemos algo parecido. Hay jardines botánicos, sí (y de los que conozco el más genial es el de Oaxaca), pero nada que ver con el que tienen en Bogotá. Ese Jardín Botánico es enorme, precioso y muy tranquilo. Tiene muchas especies vegetales (¡obvio!), pero además la cantidad de aves que se ven ahí es asombrosa; aves que no se observan en México, de muchos y muy vivaces colores. Me sentía en una suerte de ensueño.

Apenas ingresamos al lugar nos ofrecieron unirnos a un recorrido guiado o caminar el Jardín por nuestra cuenta. Optamos por el recorrido guiado. En poco menos de dos horas nuestra guía, Mafe, quien es bióloga ornitóloga, nos habló de los helechos (aprendí una nueva palabra1: criptógamo), de los hongos, plantas medicinales, de la historia de Bogotá y del Jardín, las distintas especies animales que hay por ahí, y de un ecosistema que hasta ese momento no había escuchado nombrar: el páramo. El páramo es un ecosistema de suma importancia para Colombia y que tiene unas características muy especiales. Una de ellas: se encuentra en zonas montañosas. Esta información me sería útil en el viaje, como contaré después.

No sé si fue la tranquilidad inherente al Jardín o el avistamiento de tantas aves distintas o el estado de vulnerabilidad que se obtiene al mal dormir y mal comer o la frescura de la vegetación y de los cuerpos de agua o la linda voz de Mafe explicando cómo los colibríes pico de espada llegan a enfrentarse y herirse; la cosa es que me fui sintiendo cada vez más a gusto y relajado. Para cuando nos retiramos del Jardín me sentía bastante repuesto.

(Más tarde, por la noche)

Fuimos a un sitio en el barrio de La Candelaria, El gato gris, muy agradable y acogedor. Me pedí un «ixtlán», más por el nombre que por otra cosa (lleva el apelativo del pueblo natal de mi padre), el cual es un coctel de tequila, limón, tabasco y tajín. No estaba mal, pero pronto aprendería que el alcohol colombiano (excepto el aguardiente) me deja tibio. Otra cosa (que de alguna forma ya sospechaba): en Colombia casi no se come picante. ¡Consideran que la pimienta ya es suficientemente picosa! Ese primer día aún no me enteraba, pero echaría muy en falta el picante durante el resto del viaje.

Platicamos largo y tendido con una amiga colombiana a quien yo recién conocí esa noche y que resultó ser muy agradable. De su conversación nos hicimos la idea de que la inseguridad en Bogotá parece ser significativamente menor a la de Ciudad de México, especialmente en lo tocante a robos, un apartado que nos interesaba sobremanera. Aunque, eso sí, conducen como unos locos.

Días 2, 3 y 4. Noche de brujas :woman_mage: 🎃, el Tropicario del Jardín Botánico 🌺 y La catedral de sal de Zipaquirá ⛪

Lunes 31 de octubre

Recuerdo que en mi niñez se escuchaba mucho el término «noche de brujas» y de pronto todo pasó a llamarse «Halloween». En Colombia volví a escuchar el primero. ¿Quién iba a decir que estaría en Colombia durante una noche de brujas? El viaje me está pareciendo surreal; todo es demasiado similar y distinto a México. El acento y las expresiones son de lo más curioso. ¿Cómo es posible que hablando el mismo idioma por instantes no nos entendamos? La respuesta es simple: los idiomas son algo vivo y sufren el mismo proceso de diferenciación que sufren las especies.

Hoy tuvimos que cambiarnos a otro alojamiento, en el que estaremos hasta el tres de noviembre. De ahí fuimos al centro. Empezó a llover tupido y hacía frío; yo, sin abrigo. Caminamos un buen rato por calles bogotanas hasta llegar a la plaza Simón Bolívar2. Estaba vacía: la lluvia arreciaba. Nos refugiamos en la catedral. En la puerta de la entrada una señora nos ofreció tomarnos una foto con una llama 🦙. La catedral es sencilla en su forma y acabados. Sacamos algunas fotos. Cuando escampó3, salimos a caminar. Visitamos el museo de Botero, el Centro Cultural Gabriel García Márquez (que en sí mismo es genial y que además es como un símbolo de la relación México-Colombia) y probamos el canelazo.

El canelazo es una bebida preparada hirviendo cantidad de frutas (hay que mencionar que las frutas colombianas son de una variedad y exquisitez apabullante) con hierbas aromáticas, y mezclando el jugo resultante con alcohol (el estilo tradicional lleva aguardiente, aunque las opciones incluyen vodka, ron, tequila), miel, limón y mucha canela en polvo.

O sea, un ponche con piquete. 🍵 🎄

Lo encontré sencillo y delicioso. Bebí tres.

Nos mezclamos entre la multitud disfrazada y anduvimos un rato caminando. No logro recordar el canto utilizado en Bogotá para pedir dulces. Al final, sin mucho que hacer (pronto aprendimos que acá se oscurece a las seis de la tarde), nos devolvimos. Cenamos chocolate y pan, compramos algo de fruta en el fruver4 y a dormir.

Martes 1 de noviembre

Fuimos caminando a la terminal de transportes para preguntar sobre las salidas a Zipaquirá. Al salir de la terminal un soldado me interceptó y revisó mis pertenencias. Sin albur. Fue una sensación rara, pero al final todo estuvo bien. Decidimos ir de nuevo al Jardín Botánico, esta vez para visitar el Tropicario, el cual es un complejo de invernaderos dedicado a la conservación, reproducción y propagación de la flora colombiana en distintos ecosistemas y cuya entrada conlleva un costo adicional a la entrada regular. El camino hasta el Jardín fue largo y caluroso. Esta ciudad se parece a Ciudad de México: te hace creer que hará mucho frío y por la tarde el sol cae a raudales.

Ya en el Jardín adquirimos nuestro pase al Tropicario y fuimos directamente allá. A ese sitio se entra únicamente con recorrido guiado, por lo que mientras esperábamos la hora del siguiente paseo fuimos a buscar los búhos 🦉 que Mafe (nuestra guía del día 1) nos había comentado que podríamos encontrar en algún punto del Jardín. Nunca dimos con ellos.

La primera parte del Tropicario es una pequeña representación del páramo que no está mal, pero que (aprenderíamos después) no transmite ni un poco lo impresionante que es en verdad ese ecosistema. Pero de eso hablaremos después. Después del páramo falso se entra propiamente en lo que es el Tropicario y aquí la cantidad de plantas e información es tan exuberante que podría tardarme horas y horas describiéndolo, si mi memoria y la paciencia del lector me lo permitieran. Baste decir que no pocos ecosistemas están representados dentro de los invernaderos, que hay una sección de plantas útiles (medicinales y de consumo), que hay bromelias por doquier y que el ambiente cambia drásticamente entre un invernadero y otro. Creo que mi sección favorita es donde se encuentran las orquídeas por la paz que se respira en esa zona.

Algo curioso de los invernaderos es que tienen un patrón moteado sobre los cristales. La razón es para proteger a las aves: las aves no distinguen el cristal del invernadero, ya sea porque no lo ven o porque el cristal refleja el cielo y los árboles de alrededor, confundiendo a las aves. El patrón moteado impide que las aves se estrellen contra los cristales del Tropicario.

Miércoles 2 de noviembre

Nos levantamos temprano, nos dirigimos a la terminal de transporte y compramos boletos a Zipaquirá. El bus demoró un rato en llegar, pero al fin partimos y tras una hora o algo así llegamos. Zipaquirá es bastante lindo, con calles coloridas y que recuerdan las calles coloniales de los pueblos mineros mexicanos (¿será que todos los pueblos mineros latinoamericanos se parecen?). El principal atractivo turístico de Zipaquirá, sin embargo, no son las calles, ni la plaza, sino la catedral de sal. Se llama así porque está tallada directamente dentro de una mina de sal. Una locura.

Para entrar hay que tomar un recorrido guiado en el que le explican a uno la historia de la catedral, sus diferentes secciones y el simbolismo de cada una de ellas. La catedral en sí misma no me pareció impresionante. Me refiero a la estética del lugar. En general el estilo de la catedral es muy sobrio y ca mí me gustan las catedrales profusas en su decoración o arquitectura. Lo que sí es impresionante es que está tallada en muros de sal y que es subterránea. Sus dimensiones son tales que podrían incluir cómodamente un Balrog y me pregunto si no habrán despertado alguno durante los trabajos de excavación.

Al finalizar el recorrido de la catedral se encuentra uno con una enorme sección comercial casi tan grande como la catedral misma (o más, incluso), lo que demuestra muy bien el dios al que realmente adoran en este sitio. Encuentra uno de todo: cafetería, restaurante, joyería, recuerditos, vestido, masajes, un par de raquíticos museos y hasta una pequeña sala de cine. Todo es muy curioso de ver y fisgonear, pero estoy seguro que la actividad se agota pronto.

La experiencia en sí vale la pena, sobre todo por la sensación de pequeñez que la catedral proyecta sobre uno. Personalmente veo dudoso volver. Quizás con una mejor cámara.

Por la noche fuimos con nuestra amiga colombiana a Andrés carne de res, un restaurante local muy conocido. La comida estuvo bien aunque le faltaron tortillas y salsas, el alcohol malísimo y el ambiente general agradable. No es el tipo de lugares que me gusta frecuentar.

Día 5. Monserrate 🥾

Jueves 3 de noviembre

Fuimos de excursión a Monserrate. Es un cerro a las orillas de Bogotá, muy cerca del centro (algo curioso de Bogotá es que el centro histórico está en una de las orillas). No sabría decidir si el ascenso me pareció sencillo o complicado, pues consiste en escaleras hasta todo arriba. Y todo mundo sabe que las escaleras impactan fuertemente en las rodillas. Mientras ascendíamos pensábamos en una nueva idea de negocio: puntos de venta de colágeno en rutas montañosas :money_bag:.

El ascenso es sumamente lindo. Me recordó al ascenso del Tepozteco y del Iztaccihuatl, excepto que en Monserrate no se pierde la vista de la ciudad. Hacía frío y estaba nublado, pero pronto se comenzó a sentir calor por la misma caminata. Una vez más la cantidad de aves que vimos en el camino nos dejó impresionados. Poco antes de llegar a la cima hay un pequeño espacio específicamente diseñado para observación de aves. Cuenta con varios comederos (¿bebederos?) para colibríes, por lo que había varios ejemplares de estas aves alimentándose. Me detuve a sacar unas fotos. Logré sacar varias que me gustaron, específicamente un par de un colibrí comiendo.

En la cima de Monserrate hay todo un complejo turístico: teleférico, funicular, restaurantes. La iglesia, situada arriba de todo, es simple y linda. Hay incluso un mercado y un pasillo de artesanías. Es un lugar perfecto para fotos: detrás, el bosque: imponente, enorme, fresco y desparramado entre cerros; delante, la ciudad: completa y gigantesca. Es sin duda un lugar con muy buenas vistas.

Comimos en uno de los restaurantes y descendimos en el teleférico (el funicular, nuestra primera opción, estaba fuera de servicio). Ya estando a nivel de calle presenciamos un accidente: un auto embistió (levemente) a una moto. Acá conducen con las patas y ya me extrañaba no haber presenciado un percance.

Volvimos al alojamiento, nos alistamos, me pedí un último tinto en la panadería local (la dependiente me saludó con un «buenas noches, vecino») y partimos al aeropuerto. Llegamos con el tiempo justo para abordar y nos tomó más tiempo eso que el tiempo para llegar a Pereira: apenas treinta minutos. Nos alojamos a las orillas de la ciudad, cenamos burritos (la gente acá piensa que los burritos son comida mexicana) y a dormir.

Eje cafetero ☕⛰️🌲

Día 6. Llegada a Filandia 🌲

Viernes 4 de noviembre

Recorrimos brevemente el centro de Pereira. No es especialmente lindo, pero sí muy concurrido. Sacamos algunas fotos, pero nos apresuramos a encontrar pasaje a Filandia. Nota: es F-I-L-A-N-D-I-A, no confundir con el país nórdico. Tomamos una «buseta», que es como un autobús antiguo.

El camino hacia Filandia es increíble de bonito. Paisajes de lomas verdes hasta donde alcanza la vista, con muchos árboles y nubes (el cielo suele estar nublado). Se sentía frío y lloviznó durante un rato. La gran mayoría de carreteras en Colombia son pura curva y el camino a Filandia no fue la excepción. Es algo a tomar en cuenta si uno tiene el estómago débil o pavor a los caminos sinuosos (si ese es el caso es mejor no ir a Colombia en primer lugar). Para mí la experiencia de ir por esa carretera fue genial.

Ya en Filandia encontramos alojamiento en un hostal, para mi gusto cómodo y ameno. Fuimos a comer en uno de los sitios recomendados (estaba buenísimo) y paseamos por entre las calles del pueblo sacando algunas fotos. Filandia es muy lindo, muy pequeño y muy pintoresco. Las casas y negocios están pintados de muchos colores, todos (sabríamos después) haciendo referencia al tipo de negocio del lugar. Es un lugar tan tranquilo y con tantas cosas que hacer y descubrir que sí consideraría el irme a vivir allá una temporada.

Día 7. ¡Monos aulladores! 🐵🐵🐵

Sábado 5 de noviembre

Hoy fuimos temprano a la reserva Barbas Bremen, situada al norte de Filandia. Frente a la iglesia nos encontramos con el guía, quien nos llevó en un Willys (un vehículo tipo jeep que recorre estas veredas) a la finca desde la que se inicia el recorrido. Nuestro guía, el señor Luis, nos dio algunas indicaciones y nos proporcionó un báculo de bambú. La instrucción fue clara: ahora mismo parece que no lo necesitan, pero en quince minutos agradecerán tenerlo.

Iniciamos el recorrido. El camino es angosto, empinado, muy resbaloso y con abruptos desniveles. En una palabra: precioso. Únicamente los primeros quinientos metros son distintos: subimos y bajamos un par de lomas, acercándonos a la selva. En la selva hay que tener mucho cuidado, pues está llena de plantas que pueden ser peligrosas (urticantes) si no se pone atención. El objetivo del paseo es avistar los monos aulladores, por lo que uno debe ir en silencio para no perturbarlos.

Silencio. Creo que aunque no se tenga la intención expresa de avistar alguna especie animal, se debería ir siempre en silencio cuando uno se interna en zonas naturales. Es anonadante lo imbéciles que pueden llegar a ser las personas, entrando en zonas naturales como si fuera su casa, con demasiado ruido (hablaré de eso más adelante).

El recorrido para avistar los monos aulladores es, de ida, totalmente en descenso (la vuelta es totalmente ascenso), ya que uno se está internando en el cañón del Río Barbas. Por lo tanto, la humedad del ambiente es impresionante y numerosos riachuelos cruzan el sendero, ansiosos de ir a incorporarse al río que murmura allá debajo.

Caminamos durante un buen rato así, tratando de no resbalar en el lodo, de no agarrar plantas que nuestro guía expresamente no indicara como seguras; yo tratando de sujetar el báculo con una mano, la cámara con la otra, mantener el equilibrio al descender y, todo el tiempo, tratando de aprovechar las oportunidades de sacar fotos. Me hacía falta una tercera mano o una cola prensil, de plano.

Caminamos descubriendo todo tipo de plantas, aves, insectos y hasta peces. Los insectos los llegamos a ver de cerca. Muy de cerca. A veces tan cerca como revoloteando en la entrada de los oídos o con media trompa dentro de nuestra piel. Es importante llevar repelente.

Vimos de todo, excepto monos. Nuestro guía se notaba decepcionado, aunque no decía mucho. Llegamos a una pequeña cascada (calculo que de unos diez metros de altura) y estando ahí, sacando las consabidas fotografías, empezó a llover. Logramos refugiarnos debajo de un grupo de árboles y aunque la lluvia era realmente tupida, fue increíble que no nos mojamos estando ahí debajo. Luis estaba un poco agüitado ya que no habíamos visto a los monos en todo ese tiempo y con la lluvia se refugian, volviendo imposible avistarlos.

Iniciamos el camino de vuelta (ascenso) y de pronto Luis, silenciosamente, nos hace señas para que observemos: allá arriba, lejos, en la copa de un árbol, estaban los monos. ¡Qué momento de felicidad contenida! A todos nos embargó una gran alegría, especialmente a Luis, quien en una muestra de soberana profesionalidad se detuvo a sí mismo de pegar brinquitos y batir palmas. Se emocionó tanto que nos contagió su entusiasmo. Saqué algunas imágenes con el pequeño teleobjetivo y continuamos el camino. No habíamos recorrido ciento cincuenta metros cuando Luis nos hizo señas nuevamente, aún más emocionado: en un árbol cercano, a quince o veinte metros, estaban toda una familia de monos trasladándose. Logramos sacar más fotos y videos, todos muy emocionados con la experiencia. La impresión de ver a seres tan formidables tan de cerca, como quien no quiere la cosa, es alucinante.

Más tarde, ya de vuelta en Filandia, pasamos al mirador Colina Iluminada. Es una gran estructura en la cima de una pequeña loma desde la que se domina gran parte de los alrededores. Se puede ver el pueblo de Filandia y la iglesia, la geografía de la zona que es toda lomas y cañones, parte de la selva donde anduvimos, rebaños pastando, aves volando y la lluvia a lo lejos.

Día 9. En una finca de café ☕ y llegada a Salento

Domingo 6 de noviembre

Este día tomamos un recorrido a una finca de café llamada La Palma. Nuestro guía, Julián, era de lo más amable y parlanchín y tiene la costumbre de echarse sendos chistes de señor. Además de nosotros, mexicanos 🇲🇽, nuestro grupo estaba conformado por dos peruanos 🇵🇪, un suizo 🇨🇭, una española 🇪🇸 y un argentino 🇦🇷.

La finca donde se da el recorrido es pequeña y el proceso entero para hacer café se explica en apenas unos metros cuadrados. Sin embargo, cubre todos los aspectos y es la mar de interesante. Había una perrita, Kiara, que comía frutos de café y andaba corriendo por todas partes como chiva loca. Julián bromeaba con que la perrita estaba contemplada entre las pérdidas calculadas de la finca.

No me voy a detener en detallar el proceso de crecer y hacer café, porque estoy seguro de que no recordaría todos los detalles necesarios. Así que hablaré de la parte importante: el momento de probar el café. Probamos tres estilos: prensa francesa, prensa italiana y otra cosita cuyo nombre no recuerdo, pero que parece árabe y que se usa para destilar. Me gustó más la prensa italiana, aunque el cosito árabe no estaba mal tampoco.

Creo que la mejor parte fue la convivencia. Inicialmente el grupo estaba muy dividido: cada quien con su cada cual. Yo disfruto la interacción con otras personas, entonces hice algo muy simple: preguntarle a todo mundo su nombre (y de paso, su procedencia). Eso desencadenó poco a poco una conversación más general, y así pudimos enterarnos que la pareja española-suizo, por ejemplo, llevan viajando por el mundo varios años y conocen cantidad de lugares. Esa es una de las partes que más me gustan de los viajes: la posibilidad de conocer a personas tan interesantes.

Al terminar el recorrido en la finca intercambiamos buenos deseos con el resto y partimos hacia Salento, un pueblo cercano también perteneciente al eje cafetero. Para llegar tomamos un Willys y nos hospedamos en el primer sitio donde encontramos cupo: había demasiada gente, incluso para entrar al pueblo la fila de autos era muy larga.

Salimos a caminar un rato y a subir a un mirador cercano, pero Salento no nos pareció tan lindo como Filandia, y tanta gente nos hacía sentir apretujados, así que nos retiramos pronto a dormir.

Día 10. La aventura en el Valle del Cocora 🌲⛰️🌴⛈️

Lunes 7 de noviembre

Después de desayunar y solucionar un pequeño problema con el hospedaje, tomamos un willys al Valle del Cocora. El sujeto que despachaba los willys era un señor de lo más desagradable, un patán. Con él comenzamos a notar un patrón: las personas que tienden a tratar con turismo son agrias y groseras. Creo que lo entiendo: tratar con turistas (que por definición son estúpidos y prepotentes) debe sacar de quicio hasta al alma más tranquila.

Al montarnos en el willys me quedé sin asiento (sospecho que estoy siendo demasiado amable con la gente), así que tuve que sujetarme a la parte trasera del willys y viajar sobre la defensa. Aunque al inicio me sentí contrariado (reprimí mi impulso chilango de hacerla de pedo usando el acento más ñero que puedo alcanzar) esa situación probó ser ideal casi de inmediato, pues la vista que se obtiene viajando de esa forma es simplemente espectacular: valles verdes como de cuento, con vacas y caballos, ríos caudalosos, montañas metidas entre la niebla, bosques oscuros hasta más allá de donde puede uno ver, una carretera más sinuosa que los ríos que cruzábamos y willys pasando en ambos sentidos.

Tomé varios videos del recorrido, porque simplemente no podía creer lo que veían mis ojos. Hay un sentimiento común cuando uno está frente a paisajes tan imponentes: es una sensación que combina pequeñez, incredulidad, el convencimiento de que lo que se ve no puede ser real y el sentimiento de pareceunapintura, sin importar la clase de paisaje. Las cerdas de los hipotéticos pinceles nos parecen casi palpables.

Bueno, pues así me sentía. En medio de una pintura hermosa.

Llegamos al Valle del Cocora y empezamos a caminar. Aquí empieza una de las aventuras más increíbles de este viaje y va a ser largo de relatar. Por practicidad lo haré usando subtítulos.

Caminata siguiendo el río

Lo primero que hicimos fue seguir el sendero a lo largo del río. Para tomarlo toca descender hacia la izquierda más adelante de donde estacionan los willys. La inclinación no es realmente complicada, pero el camino está hecho una porquería, un lodazal casi imposible debido a los caballos.

Acá hago un breve paréntesis para explicarme. En el Valle del Cocora (y en el Tayrona, como aprenderíamos más adelante) hay una industria de explotación de caballos. Los arrieros rentan el uso de caballos para que los turistas se ahorren la caminata. Hasta ahí, todo bien, pero hay varios problemas. Primero y más importante: los caballos están muy maltratados. Se nota que se les alimenta poco y mal y que se les sobre explota. Segundo: los caballos descomponen el camino. Ahí por donde pasan los caballos se vuelve un lodazal inmundo difícil de caminar (si uno pasa por ahí el lodo le llega más arriba del tobillo). Los únicos que pueden caminar son (quién iba a decirlo) los mismos caballos y los arrieros con sus botas de goma.

Para mí está claro: el camino se mantiene así de malo a propósito. Hay que pensarlo de esta forma: al arriero le conviene que el turista rente su caballo. El turista (por increíble que parezca) está más presto a caminar, pero el camino es tan malo por los caballos que el turista se ve en la necesidad de precisamente usar un caballo, lo que sella un ciclo horrible de malos tratos e incomodidad para todo mundo.

Aquellos que se avientan la caminata sin caballo se ven impedidos de disfrutar el paisaje: los ojos vueltos hacia abajo, concentrados en encontrar caminos para cruzar el fango, en lugar de ver hacia arriba. Esa situación es una pena.

Tras sortear los lodazales llegamos a un punto del camino en donde los caballos ya no pasaban. A partir de ahí el sendero se hizo más disfrutable. Cruzamos el río usando un puente colgante y nos adentramos entre senderos cada vez más angostos y difusos hasta que ya no pudimos seguir más. Entonces nos devolvimos y antes de volver a cruzar el río nos detuvimos un rato en un recodo del camino. Ahí, frente a nosotros, empezamos a divisar muchas aves que antes nos habían pasado inadvertidas y yo comencé a hacer un uso intensivo del telefoto de la cámara.

Fue en ese momento, fotografiando distintas especies de aves, que comencé a darme cuenta que me gusta pajarear y que es súper emocionante el avistar un ave y obtener su fotografía.

Parte turística del valle

Salimos del sendero del río y volvimos al sitio de partida. De ahí salen otros senderos, uno de los cuales nos lo habían referido como «el camino largo» y que era el que queríamos tomar. Antes de partir nos sentamos un momento en una cafetería con vista al valle, en donde disfrutamos un tinto y un par de tortas riquísimas (y que probarían ser una fuente de energía importante).

Estando ahí sentados observamos el principal atractivo vegetal del Valle del Cocora: las palmas de cera. Estas palmas se muestran en las fotografías como creciendo aisladas, con varios metros entre ellas, en las laderas de los cerros del valle.

Nos dimos cuenta que ese arreglo es artificial.

Al desviar la vista más allá, a tierras más vírgenes, uno se da perfecta cuenta de que las palmas crecen entre otros árboles. Son parte del bosque. De manera natural se encuentran inmersas en un ecosistema vegetal que les provee protección y nutrientes. Sin embargo, las palmas de la zona turística están solas, expuestas. No hay misterio: pudimos ver a un grupo de hombres con máquinas desbrozando el terreno en donde se encontraban las palmas.

¿Por qué lo hacen?

Mi primer pensamiento es que lo hacen por dinero. Las palmas son atractivas desde un punto de vista turístico: a la gente le gusta fotografiarlas. Vistas así, en solitario, son de alguna forma impresionantes (aunque no tanto como lo serían inmersas en un bosque) y fácilmente instagrameables5. Una lástima.

Inicia la caminata larga

Dejamos la cafetería y tomamos el camino largo. Hacía mucho calor: el sol caía de lleno y el aire se sentía cargado. Era un calor vegetal, sí, pero calor al fin. El ascenso comenzó de inmediato y no se detuvo en ningún momento. A los pocos minutos ya estábamos en una altura desde donde podía dominarse parte del valle y apreciar los increíbles paisajes del lugar.

Continuamos caminando y ascendiendo y pronto fue notorio el cambio de clima: cada vez más frío y ventoso. La vegetación cambiaba también, no de manera abrupta, pero si uno ponía atención podía notar las pequeñas sutilezas cada cierto tiempo. Así llegamos al primer mirador, que era como un pequeño saliente cercado en el camino. Sacamos algunas fotos y continuamos. Un rato más tarde llegamos al segundo mirador, mucho más impresionante que el primero. Ahí nos detuvimos un poco más, aprovechando el lugar para sacar montones de fotos. Estábamos con una sensación de mucha alegría e incredulidad. Es extraordinario que lugares así existan en el mundo.

De ahí subimos aún más y notamos que el viento y la niebla se intensificaban con la altura. Llegó un punto en el que la niebla nos impedía ver el valle allá debajo y nos encontramos caminando por un sendero montañoso sin poder ver más allá de treinta metros en ninguna dirección. Ahí la vegetación era completamente bosque de coníferas y ya no se sentía ni un poco de calor, si acaso el que generaban nuestros cuerpos en marcha. Los árboles eran gigantescos y el silencio montañoso. No digo «sepulcral» porque el lugar no tenía nada de sepulcro: rebosante de vida a donde fuera que uno mirara.

Llegamos a una cabaña, la niebla apretujándose aún más a nuestro lado, como un enorme manto gris. Los chicos de la cabaña nos mencionaron que esa era la última estación en adelante y que nos quedaba aún mucho camino por andar. Mientras hablaban vimos muchas aves revoloteando por ahí, pues el sitio tiene también un punto para pajarear. Ahora que lo pienso, toda Colombia es un sitio para pajarear, solamente falta tener los ojos abiertos.

En la cima

Dejamos atrás la cabaña, los colibríes y la última oportunidad de comprar algo de comer o beber y seguimos. Tras una media hora aproximadamente llegamos a la cima. En realidad no es totalmente la cima, hay más montaña hacia arriba, pero es el punto máximo al que uno puede subir. A partir de ahí todo es descenso.

En esta cima, entonces, nos detuvimos un momento. El paisaje que se abría frente a nosotros no tiene parangón, no había visto nunca nada igual: montañas oscuras y afiladas recortándose en el horizonte frente a nosotros y una niebla tan abundante y espesa que era capaz de esconder a los mismos colosos de roca. Imaginen la escena: una montaña siendo engullida por la niebla, para resurgir tras unos momentos y ser engullida de nuevo. Fascinante.

Estando ahí vimos varios colibríes alimentándose de flores que estaban en el lugar y gracias a lo cercanas que estaban esas aves logré tomar la que considero fue la mejor fotografía que saqué en todo el viaje.

Estuvimos ahí un rato, platicamos un poco con un señor local que nos dio instrucciones de cómo continuar e iniciamos el descenso.

Descendiendo de vuelta al valle

De la cima, relativamente desnuda, nos internamos de vuelta en un bosque espeso. Al inicio era igualmente bosque de coníferas, pero pronto dio paso a vegetación más selvática. El camino hacia abajo no era tan complicado, pero obligaba a ir más despacio debido a los pronunciados desniveles que había que salvar. Empezó a lloviznar. Íbamos con mucho optimismo y alegría, potenciado principalmente por la vista desde la cima, y nos tomamos el camino con ligereza, platicando, bromeando y observando los numerosos letreros.

Cada cierto número de árboles se podía encontrar un letrero con un poco de información sobre alguna especie local, particularmente de aves. Era toda una delicia ir caminando por ahí, leyendo los letreros y tratando de recordar cuáles aves ya habíamos visto y cuáles no, y dónde había sido. Era como un juego. Hasta que algunos metros más abajo nos encontramos con un letrero un poco menos divertido: puma concolor, el puma o león de montaña. «Así que hay pumas por acá», dijimos (después sabríamos que el puma se extiende por toda América).

El hallazgo no fue suficiente para tirarnos los ánimos (al fin y al cabo no vimos un puma real, sino solamente un letrero diciendo que en esa zona hay pumas), pero sí nos hizo acelerar un poco el paso.

¡Se desata la lluvia!

Seguíamos pensando en el puma y bromeando con ello cuando la pequeña llovizna se convirtió en lluvia franca. Eso tuvo varias consecuencias inmediatas: dificultó un poco el camino, empañó mis lentes y de pronto la aparición de un puma parecía mucho más factible, como si los pumas brotaran de la tierra con la lluvia. Además, se acercaba el atardecer (en Colombia se oscurece a las seis de la tarde), por lo que decidimos incrementar el paso y salir de la selva lo antes posible.

No era que hubiéramos dejado de divertirnos, más bien era que a la diversión se le había añadido un gran componente de instinto de conservación. Después de todo, ¿cómo va a divertirse uno si se pierde en la selva de noche, calado hasta los huesos y creyendo ver pumas por todas partes?

El descenso se hacía más complicado conforme la lluvia continuaba, pues las rocas de pronto aparecían más resbalosas y, por alguna razón, afiladas; el camino tenía más cara de riachuelo que de camino y la vista se dificultaba.

Caminando llegamos a una encrucijada y estar ahí se sintió como una experiencia primordial. ¿Debíamos continuar por la izquierda, en lo que parecía terreno llano? ¿O continuar por la derecha, hacia abajo, en lo que parecía un camino más estrecho? En eso estábamos, tratando de decidir (ya habíamos comentado que la mejor idea era, en todo caso, seguir el cauce del río tomando el camino de la derecha), cuando del camino de la izquierda llegó un grupo de personas.

Eran holandeses, como supimos después, y venían de un puesto de observación de aves que era a donde llevaba el camino de la izquierda. Quedaba, pues, tomar el sendero de la derecha y seguir bajando. Compartimos algo del camino con los holandeses, aunque pronto nos dejaron detrás.

Tuvimos que cruzar varias veces el río, ora de esta orilla a la otra, ora de vuelta, para poder bordear pedazos del camino que se volvían intransitables según qué lado del río. Dispuestos para cruzar había varios puentes colgantes («por su seguridad cruce de uno en uno»), aunque un par de ellos se habían caído y en su lugar colocado dos troncos o bambúes sujetados con alambre. Una línea de alambre, por encima, servía como asidero para las manos mientras los pies cruzaban el improvisado puente.

Algo tiene el estar inmerso en la selva, bajo una lluvia que hace aflorar instintos carpinteros, cruzando un puente improvisado con cualquier madero y alambre, los pies apenas a un metro de un río envalentonado y rugiente, sabiéndose completamente solo, sin GPS, sin señal celular ni ningún medio para enviar un mensaje o encender un fuego; algo tiene todo eso que lo pone a uno bajo una nueva perspectiva.

En terreno llano

Continuamos así por un largo rato, no sabría precisar cuánto. Eventualmente escampó y pudimos relajar un poco el paso. Atravesamos zonas de derrumbes («Zona de derrumbes. Cruce rápido bajo su propio riesgo»), más selva y, al fin, el terreno se niveló y salimos a un claro.

Nos dimos cuenta que ya habíamos bajado la montaña del todo, pero aún no llegábamos al punto de partida. Seguimos caminando, no agotados, pero sí con mucha hambre y ganas de un buen baño caliente. El paisaje nos tenía estupefactos. Resulta muy complicado describir la belleza de lo que se presentaba frente a nuestros ojos: ganado pastando en verdes praderas que ascendían perezosamente hasta transformarse en montañas, la niebla cubriendo la parte más alta de las mismas, como negándonos el placer de constatar lo mucho que habíamos descendido, una campiña húmeda y hermosa como las que se ven en las postales, con hermosas cercas de madera (pareceunapintura) y el camino, sinuoso y enfangado, bajando como otro río.

Este camino, como aquel que bajaba al río en el otro lado del valle, estaba muy descompuesto. Cada paso que dábamos se descomponía un poco más y pronto comprendimos que también es una senda de caballos. Llegó un punto en el que ya no era un camino, sino una zanja y había que tomar la decisión de o continuar por la zanja-camino, con el fango más arriba del tobillo y a veces hasta la rodilla y sendos muros de tierra a cada lado o continuar fuera de la zanja, a los lados, casi dos metros más arriba del fondo, caminando por una franja de tierra entre el borde de la zanja y el alambre de púas de la cerca, una franja tan estrecha que corría uno el riesgo de o ensartarse una mano o un pie en el alambre o caer en la zanja y chapotear en el fondo.

Parecía que estuviéramos avanzando por una trinchera.

Sin embargo, íbamos con el mejor de los ánimos y pronto llegamos a otro claro donde había, sorpresivamente, una cafetería. Hasta ese momento comprendí a cabalidad el significado del lugar común «oasis en el desierto», al acercarnos al dependiente y ordenar un tinto y un bocadillo. Mientras esperábamos nos dimos un momento para relajarnos y admirar los paisajes de belleza indescriptible. No podían faltar las fotos, por supuesto. Nos entregaron nuestros alimentos y continuamos camino.

Saliendo del Valle del Cocora

Continuamos un poco más el camino de la trinchera hasta que llegamos a una cerca alambrada. Supuestamente en ese lugar hay alguien haciendo guardia, que es quien le cobra al pasajero una módica cantidad por cruzar y continuar camino. Sin embargo, no había nadie, y la cerca estaba cerrada. Estábamos inmersos en ese pequeño dilema cuando los holandeses de antes salieron de la trinchera.

Medio describimos el problema y uno de los holandeses hizo lo más sencillo: se brincó la cerca. Otro de ellos, mientras tanto, logró abrir la puerta alambrada y ayudó a todo mundo a cruzar. Tras ello, cerró de nuevo la puerta y continuaron camino. Fuimos tras ellos.

Tras subir unos minutos más y cruzar un par de puentes, al fin llegamos a un sitio con viviendas y, un poco más allá, la carretera. El camino nos llevó directamente al estacionamiento de willys, por lo que de inmediato tomamos un vehículo de vuelta a Salento. En esa ocasión sí tomé un asiento, por lo que me perdí las vistas magníficas que se obtienen al «ir colgado».

Días 11 y 12. Manizales y el recorrido del amanecer :snow-capped_mountain:🌄:snow-capped_mountain:

Martes 8 de noviembre

Partimos de Salento hacia Pereira y de Pereira tomamos un bus a Manizales. En toda la región del eje cafetero los paisajes son soberbios y no podía ser de otra forma el camino que tomamos. Aunque quizás más sorprendente que el recorrido, es la misma ciudad de Manizales, la cual se desparrama sobre montañas de tal forma que desplazarse de una calle a otra implica subir o bajar diez metros: la forma de desplazamiento más común es diagonal, pues el desplazamiento horizontal implica uno vertical y el terreno llano solamente se conoce dentro de los edificios y en un puñado de calles.

Manizales me pareció preciosa, pequeña pero bulliciosa y con un clima caprichoso y agradable. La catedral de Manizales, en la plaza de Bolívar, me recordó al Santuario Diocesano de Zamora, Michoacán, por su estilo neogótico.

Cenamos algo por ahí y conseguimos de último momento un recorrido al parque de los nevados para ver el amanecer.

Miércoles 9 de noviembre

Nos levantamos a las tres y media de la mañana. Nuestro conductor, Carlos, pasó por nosotros en punto de las cuatro. Partimos, navegando la niebla matutina de Manizales. Una de las imágenes que recordaré al pensar en Colombia es la niebla. La de Manizales fue, con mucho, la más impactante.

La luz amarilla del alumbrado público se fundía en la niebla gris que la rodeaba como una gota de vainilla en una taza de leche caliente. La bruma había descendido tanto sobre la ciudad que no había calle despejada. Dada la particular geografía de Manizales, era como si la neblina se desparramara lentamente entre las calles, escurriendo desde las superiores hasta las faldas de la montaña, acumulándose en cualquier oquedad que encontrara a su paso.

No se alcanzaba a ver nada. A duras penas alcanzábamos a ver unos diez metros delante de nosotros en el camino. Fue realmente de gran ayuda que Carlos conociera el camino de memoria. Pasamos a la terminal de transporte y recogimos a nuestro guía, quien se presentó a sí mismo como Carlos. «Carlos El Bueno, para precisar». Tras los saludos de rigor, partimos a la montaña.

Carlos Malo conducía muy rápido y tomaba a alta velocidad las curvas en extremo cerradas del camino. Huelga decir que se me quitó el sueño por completo. Lo más fabuloso era la obscuridad absoluta a esa hora y la escasa luz que proyectaban los faros del vehículo (o por lo menos a mí me parecía escasa). En algún punto del camino avistamos dos pequeños venados 🦌.

Hay pocas palabras para describir la experiencia de más de una hora de camino oscuro, ascendiendo la montaña entre bosques, en un vehículo 4x4 a toda velocidad, tratando de alcanzar el amanecer.

El paisaje cambió: en un punto el bosque se acabó y dio paso a un terreno yermo, de numerosas formaciones rocosas y vegetación como pastizales. Tras subir un rato en ese paisaje, llegamos a un punto donde había que dejar el vehículo y continuar a pie. Carlos Malo se quedó en el auto, mientras que Carlos Bueno y nosotros emprendimos la marcha. Desde donde estacionamos hacia el punto local más alto son apenas unos veinticinco minutos caminando. Carlos Bueno nos informó que estábamos a más de cuatro mil metros de altura sobre el nivel del mar (msnm). Para poner en perspectiva: la ciudad de México está a una altura promedio de dos mil trescientos msnm.

Llegamos a la cima de la loma. El sol ya comenzaba a asomar en el horizonte; desde nuestra posición teníamos una vista directa de la ciudad de Manizales y, en sentido opuesto, otra del Nevado del Ruiz, el volcán cuya erupción en 1985 causó la Tragedia de Armero.

Conforme el sol continuaba saliendo, el paisaje ante nosotros se nos fue revelando: era el ecosistema del páramo, aquel del que nos habían platicado en el Jardín Botánico de Bogotá. El páramo, visto en vivo, es sensacional. La principal forma de vida vegetal es el frailejón, el cual es una planta especialmente adaptada para las duras condiciones de esas alturas.

Me sentía muy asombrado del paisaje. Ya con el amanecer en su apogeo tuve la idea de que Colombia era puro paisaje. No alcanza un par de ojos para absorber toda la belleza que existe en esas tierras. Ya en cualquier forma: montaña o en los colores de las aves, en las selvas o en los amaneceres, hay tanto que ver que la sensación de no tener suficiente vida es indeleble.

Tras un rato de contemplar con asombro y devoción la idea misma de nuestra existencia, comenzamos el descenso. Inmediatamente comprendimos que aun a esa altura hay mucha vida. Numerosas aves pasaban volando frente a nosotros y basta poner un poco de atención para descubrir un mundo de flores y frutos.

Nos reencontramos con Carlos Malo y descendimos en el vehículo unos cuantos kilómetros. Nos detuvimos en un punto que tiene una vista perfecta del Nevado del Ruiz: uno de los socavones por el que descendió la avalancha que sepultó Armero. Carlos Malo resultó ser geólogo y nos explicó muchas de las dinámicas volcánicas que se observan en el parque.

En medio de la charla estábamos, tomando fotos, cuando de improviso se levantó la niebla. Estar ahí y vivir un cambio de paisaje tan impresionante como ese es algo que le vuela la mente a uno. En cuestión de minutos, calculo que menos de diez, el paisaje pasó de estar completamente despejado a estar hundido en niebla, de la misma forma que la ciudad de Manizales amaneció engullida por la bruma. Tomé muchísimas fotos, pero me temo que mi cámara no es capaz de transmitir a cabalidad la belleza de lo que presenciaron mis ojos.

De ahí pasamos a desayunar. Un desayuno en la montaña, en una cabaña situada en alguna parte. El desayuno estuvo delicioso. La sopa era de papa, un tipo de papa que no tenemos en México, la sensación era como de una bendición cayendo en el estómago. En el lugar había un gatito. Lo tomé entre mis manos y lo metí en mi chamarra. Comenzó a maullar, fastidiado, y lo solté. Le saqué algunas fotos.

De nueva cuenta al auto y de ahí a ver el nacimiento de aguas termales. Para entrar es necesario pedir permiso en otra cabaña, quienes abren para uno la cerca que corta el paso. El encargado, un señor de lo más agradable, nos invitó a un tinto. Tras el tinto, descendimos.

Si hasta ese momento el paisaje me había parecido increíble, los termales, situados al fondo de una hondonada, me parecieron sacados de otro mundo. Bien podría haber estado en el escenario de una historia de ciencia ficción. El páramo, frío, desolado en apariencia y con frailejones por doquier, surcado por un río de piedras totalmente blancas y verdes aguas apestosas a azufre. Originalmente había tenido la intención de darme un baño en los termales, pero al ver la maravilla de paisaje que tenía enfrente no pude sino empuñar la cámara y sacar montones de fotos.

Al salir de los termales fuimos a almorzar a la primera cabaña. La comida fue aún más deliciosa que el desayuno, lo que es mucho decir. En el lugar, además del gatito de antes, había dos cabras locas que querían entrar y se daban de topes contra los cristales. Fue algo muy cómico de ver.

Finalmente fuimos a otros termales, esta vez artificiales. Bonitos y todo, pero nada que ver con lo que habíamos vivido, así que me salto esa parte. Al salir de ahí Carlos y Carlos nos dieron un mini recorrido por la ciudad, explicándonos los distintos atractivos y barrios y las razones de que Manizales sea considerada una ciudad universitaria. Eran un par de tipazos, me cayeron muy bien.

Guatapé ⛰️🌲🌲⛵

Días 13 y 14. Los zócalos y la Piedra del Peñol :brick: ⛰️

Jueves 10 de noviembre

Salimos de Manizales a Pereira y en Pereira tomamos un vuelo al aeropuerto de Medellín en Rionegro. Ahí tomamos un par de buses que nos llevaron a Guatapé, nuestro destino. El camino no estuvo exento de incidentes: el invierno en esta zona se traduce en constantes lluvias, lo que daña ostensiblemente los caminos. Hay derrumbes, crecidas de ríos y mal estado de las vías en general.

Al fin llegamos a Guatapé, nos instalamos y salimos a comer algo y sacar algunas fotos. De inmediato sentí el contraste entre Filandia y Guatapé. El primero se siente típico y pintoresco. El segundo es sólo pintoresco, lo que se traduce en muy gringo. Esa fue mi primera impresión. Al día siguiente se corregiría un poco, mas no se me quitó del todo la idea de que era un pueblo demasiado turístico.

Viernes 11 de noviembre

El principal atractivo turístico cerca de Guatapé es La Piedra del Peñol, un gigantesco monolito que se puede subir (son más de setecientos escalones) y desde cuya cima observar el paisaje circundante. Por supuesto, fuimos a subirlo.

Había muchísima gente, lo que hizo fastidiosa y lenta la subida. Y la impresión de que todo era muy gringo persistió hasta llegar a la cima. No porque la cima fuera menos gringa, sino porque lo impresionante del paisaje debajo anuló cualquier otro pensamiento que buscara colarse en mi cabeza en ese momento.

Guatapé y la Piedra del Peñol están a orillas de un embalse; es decir, un cuerpo de agua artificial que en algún momento del siglo pasado se creó como parte de las obras de construcción de una hidroeléctrica. Para ello inundaron un área enorme, destruyendo tranquilamente varios pueblos en el proceso, incluido el viejo Guatapé, y desplazando a cientos de familias que de la noche a la mañana perdieron todo.

Aún con semejante historia de origen, el paisaje que se aprecia desde el Peñol es hermoso. Parece salido de un cuento: al haber inundado un entorno montañoso, la forma resultante del embalse fue más bien caprichosa, como un montón de pequeños lagos interconectados por angostos brazos de agua y con decenas de islas espolvoreadas por ahí. Es un panorama que hay que apreciar en vivo.

Poco antes de iniciar el descenso nos encontramos con nuestros amigos peruanos del recorrido en la finca de café. Platicamos un largo rato con ellos e hicimos el descenso juntos. Ya debajo nos separamos y emprendimos el regreso a Guatapé.

En el camino nos cruzamos con una chica que traía la misma pinta que yo: vestía toda de negro y traía un paliacate rojo en la cabeza. La miré. Me miró. Aprobé su estilo. Aprobó el mío. Y seguimos con nuestro camino.

Los zócalos de Guatapé

Ya en Guatapé tomamos un recorrido por las calles del pueblo. Nuestra guía nos contó la historia del pueblo y el esfuerzo del mismo por sobrevivir tras la inundación del embalse. La razón de la existencia de los zócalos, por ejemplo, va más allá de un simple atractivo turístico. En un inicio la utilidad de los zócalos era proteger las paredes de la acción destructiva de los animales, los cuales dañaban las paredes con sus cuernos y pezuñas, o directamente se las comían (las casas eran construidas con materiales naturales, lo que incluía barro y paja). El zócalo era una parte reforzada en el muro de la vivienda de una altura adecuada para protegerla.

A partir de la necesidad del pueblo guatapense para reactivar una economía destruida por el embalse, la universidad y el gobierno se dieron cuenta del potencial turístico que tenían los zócalos locales, por lo que implementaron una ley que obligaba a todos los pobladores a colocar zócalos en las fachadas de sus casas, los necesitaran o no.

Debido a ello, la creatividad artística para crear los zócalos en Guatapé ha ido en aumento, con nuevas técnicas y perspectivas que se han ido incorporando. Los zocaleros son los artesanos que hacen los zócalos y hay distintos motivos comunes, siendo el más conocido el del cordero, dada la fuerte tradición católica de los pobladores.

Al final de esta entrada, en la sección de fotografías, se puede encontrar el enlace a las fotos de zócalos que saqué en Guatapé.

Cali 💃 🕺

Días 15 y 16. La capital de la salsa :musical_notes:

El sábado 12 de noviembre desayunamos, partimos de Guatapé al aeropuerto y tomamos un vuelo a Cali. El domingo 13 de noviembre tomamos un vuelo a Santa Marta.

No nos gustó Cali :upside_down:.

Santa Marta :beach:

Días 17, 18 y 19. Parque Nacional Natural Tayrona ⛰️🌴🌴🌊

Lunes 14 de noviembre

El camino a Cabo San Juan

Pasamos la noche en Santa Marta y, temprano, nos dirigimos al Parque Nacional Natural Tayrona. Este parque es una cosa increíble: es una zona de línea costera que conjuga montaña, selva y playa, y es hogar de muchas especies animales y vegetales.

Para recorrer el Tayrona hay varias opciones de senderos. Desde distintas entradas sobre la carretera puede uno elegir entre varias maneras de adentrarse en el parque; nosotros elegimos tomar un sendero que lleva a Cabo San Juan. La intención era presenciar el amanecer en la playa, preferiblemente acampar ahí.

Entramos al Tayrona e iniciamos el camino, que de inmediato se convirtió en una experiencia única. A menos de diez minutos de haber empezado a caminar logramos avistar, por segunda vez en el viaje, a los monos aulladores. Fue realmente emocionante ya que pudimos ver una cría de cerca, aferrada al cuerpo de su madre. El ambiente era denso, caluroso y con un fuerte olor a plantas y humedad. Al inicio el camino se hace sobre pequeñas tarimas de madera, lo cual facilita mucho el desplazamiento.

Eso se acaba pronto. Tras un rato caminando las tarimas desaparecieron y el camino comenzó a serpentear entre rocas. Esto es similar al Valle del Cocora: toca ingeniárselas para abrirse paso entre el sendero, que aunque está claramente marcado, no es sencillo e inmediato.

Pasear en el parque Tayrona no es un paseo en el parque.

Algo que me sorprendió de manera desagradable es que, como en todas partes donde hay seres humanos, específicamente una de sus peores variantes: los turistas; la gente en general era demasiado imbécil.

Ya mencioné anteriormente que uno debería buscar trasladarse en silencio cuando se visitan áreas naturales. Pues no solamente las personas no iban en silencio (riendo, hablando en voz alta), sino que además había unos trogloditas ¡que llevaban música en bocinas! Me quedé estupefacto ante la soberana estupidez del acto. Imagina ir caminando bien a gusto por un lugar tan soberbio como el Tayrona, disfrutando de la flora y fauna locales, tratando de avistar aves y monos, cuando de pronto un caminante especialmente idiota viene a toda velocidad con una bocina como si estuviera en una fiesta en su casa, tocando cualquier estupidez y, de paso, los cojones.

Encima de eso no fueron pocas las ocasiones en que vimos basura en el camino. Es que de verdad, parece que el ser humano se empeña en demostrar su estulticia y falta de cerebro.

Continuamos caminando. Como en todo Colombia, los paisajes en el Tayrona no tienen parangón. Yo estoy acostumbrado a pensar en montañas, selvas y océanos de manera separada. Es un mindblower6 el ver todo eso junto. Subir la mirada y encontrarse con verdes montañas envueltas en niebla, deslizar un poco hacia abajo y toparse con la selva, sólida, más verde si cabe y muy viva, seguir avanzando la mirada y llegar al mar, salvaje y traicionero. Estar ahí y presenciar esa conjugación de ecosistemas, uf, imposible de describir.

Caminamos atravesando todo tipo de lugares: en medio de la selva, sorteando enormes rocas, caminando al lado de la playa (no se puede caminar en la playa, ya que hay zonas donde las tortugas desovan y la idea es no alterarlas), atravesando marismas con numerosos letreros de «No se acerque a la laguna, presencia de caimanes» :upside_down:. No vimos caimanes, pero vimos monos titíes, cerdos de monte (que fue el nombre que nos dijeron los locales, pero nunca me enteré cuál especie era), laboriosas hormigas cortadoras de hojas en hileras larguísimas, y, por supuesto, todo tipo de aves.

Caminos destruidos y explotación animal

De la misma manera que en el Valle del Cocora, el Tayrona tiene el problema de la explotación de caballos. Únicamente que en el Tayrona es diez o quince veces peor. Los caminos están hechos una porquería, un lodazal poco menos que insalvable y bastante incómodo, lo que lentifica en demasía los tiempos de traslado e impide disfrutar del paisaje. Y cabría preguntarse sobre el impacto ecológico que generan los caballos con sus relinchos y deposiciones.

Es una situación realmente triste y frente a la que uno se queda impotente.

Llegando a Cabo San Juan

Como buenos turistas dimos muestra de buen juicio cometiendo la idiotez de seguir caminando.

Contexto: llevábamos cargando las maletas, que eran maletas pensadas para un viaje de tres semanas, con todo el peso que ello implica. Al inicio no parecía demasiado, pero tras caminar algunos kilómetros en medio de la selva sorteando rocas, de alguna manera el peso de las maletas comenzó a aumentar.

En el camino quedan algunos sitios en los que uno puede alojarse, pequeños campamentos ecoturísticos que ofrecen distintas variedades de alojamiento: hamacas, tiendas de campaña, cabañas. Pasamos al lado de varios de ellos pero no nos alojamos, siempre pensando que queríamos llegar a Cabo San Juan y que cada vez faltaba menos. Hasta que ya no hubo más.

Llegó un momento del camino en el que ya estábamos muy cansados, con un fuerte dolor de espalda, fastidiados de que el sendero parecía cada vez más descompuesto y hambrientos (únicamente habíamos desayunado algo ligero en Santa Marta). Lo más inteligente habría sido alojarnos en alguno de los primeros sitios que había en el camino, dejado las maletas ahí y continuar ligeros hacia Cabo San Juan.

Pero nos aferramos a la idea de que ya no falta mucho y seguimos así. Varias horas más tarde nos dimos cuenta de nuestro error, pero ya estábamos tan avanzados en el camino que no había de otra sino seguir adelante.

Y así llegamos a Cabo San Juan, donde rentamos un espacio para acampar. El servicio en Cabo San Juan es malísimo: las personas que administran el sitio parecen en su actitud agentes de migración. Además, el lugar no tiene venta de alimentos sino en cierto horario7, por lo que todavía pasaron un par de horas para que comiéramos algo.

El atardecer en Cabo San Juan

Al final conseguimos lo que estábamos buscando: observar el atardecer desde la playa. El espectáculo es único: por un lado la montaña y la selva, con el cielo rojo; por el otro, el océano y el cielo muy azules. Parecía como si ambos colores estuvieran luchando por la primacía de aparecer en las fotos.

¡Murciélagos! 🦇🦇🦇

En el Tayrona hay cantidad de murciélagos. Apenas comienza a ocultarse el sol se ven decenas de estos hermosos animalitos, todos volando en busca de algo con que alimentarse. La visión de los quirópteros fue una de las cosas que más feliz me pusieron en el viaje.

Martes 15 de noviembre

Fiebre

Como consecuencia del esfuerzo físico al que sometí a mi cuerpo, el prolongado ayuno y el clima cambiante del Tayrona (en un momento hace un calor húmedo endiablado y al siguiente se suelta la lluvia), terminé enfermándome.

Me di cuenta de eso en la mañana del martes 15, pues caí en la cuenta de que pasé toda la noche con fiebre.

El amanecer en Cabo San Juan

Nos levantamos temprano para presenciar el amanecer sentados en la playa. Fue bonito, sí, pero no tan impresionante como el atardecer del día anterior.

De vuelta

Iniciamos el camino de vuelta. Sobra decir que los obstáculos en el camino fueron muy similares al viaje de ida, así que me saltaré esa parte. El añadido es que yo me sentía vagamente mal, como si mi cuerpo no terminara de decidir si se enfermaría o no. Así, llegamos a uno de los hospedajes que se encuentran a mitad del camino y decidimos pasar ahí la noche.

Por la tarde dimos un pequeño paseo y logramos avistar aún más especies animales. Vimos, entre otros, una pareja de tucanes. Fue increíble.

En la noche platicamos un buen rato con una pareja alojada ahí mismo. Pasamos un buen rato desmitificando la cultura y la gastronomía mexicana. Los murciélagos volaban a nuestro alrededor.

Esa noche la pasé terrible, con mucha fiebre.

Miércoles 16 de noviembre

Tuve fiebre toda la madrugada y por la mañana. Desayunamos y emprendimos el camino hacia la salida, un poco apresurados al ver mi estado de salud. Habíamos avanzado menos de media hora cuando se soltó un aguacero. Nos parecía terriblemente cómica la situación. En otras circunstancias no me habría importado caminar bajo la lluvia, pero así como me sentía no me parecía prudente tentar a la suerte.

La lluvia no amainaba. Para nuestra buena suerte justo antes de que comenzara el diluvio alcanzamos una carpa de primeros auxilios. El encargado me tomó la temperatura (en ese momento estaba en 38º, nada demasiado alarmante) y me proporcionó medicamento, amén de tomar algunos datos más.

Esperamos un largo rato y ya estábamos considerando pasar otra noche en el Tayrona cuando la lluvia amainó. Sin embargo, no me sentía con la capacidad de salir caminando y del Tayrona únicamente se puede salir caminando. O a caballo. Decidimos parar un arriero y solicitar un viaje en caballo hasta la salida. Únicamente lo tomé yo: mis amigos hicieron el camino de vuelta a pie.

El recorrido en caballo fue horrible, tanto para mí como para el animal. Yo me sentía exhausto y la fiebre, aunque no aumentaba, no mostraba señales de disminuir.

El tiempo para llegar a la salida fue eterno, pero como todo lo eterno, al final se acabó.

Poco después me reencontré con mis amigos, tomamos un taxi a Santa Marta y ahí un vuelo a Bogotá.

Me pasé el resto de la tarde descansando.

Bogotá :leaf_fluttering_in_wind:

Días 20, 21 y 22. Adiós a Colombia 🇨🇴

Jueves 17 de noviembre

Este día salí con Mafe.

Nos vimos por la tarde, después de las dos, y fuimos a un pub irlandés en el barrio de la Candelaria, uno de los sitios más icónicos de Bogotá. Me recordó a lo que se vería en Coyoacán, aunque la Candelaria está llena de desniveles.

Platicamos durante horas (lo que por supuesto se sintió como apenas un rato), acerca de biología y evolución, aves, murciélagos, gastronomía, historia de Colombia y México y diferencias y semejanzas entre ambos países.

Fue una conversación muy agradable.

Viernes 18 de noviembre

Este día realmente no hice nada, excepto descansar. La enfermedad ya era más bien un recuerdo en forma de tos y dolor de cabeza.

Por la noche nos fuimos al aeropuerto para finalmente tomar el vuelo de regreso a México, el cual salió a las dos de la mañana del siguiente día.

Sábado 19 de noviembre

Llegamos a México a las seis de la mañana y lo primero que hicimos fue ir a desayunar tacos de barbacoa. Extrañábamos la comida.

Cosas que descubrí sobre mí 🤔

Este viaje (como todos los viajes) fue un momento de introspección. Logré darme cuenta de varias cosas que no sabía de mí mismo y redefinir o reafirmar ideas preconcebidas sobre mí. Aquí enlisto algunos de esos descubrimientos.

Mi relación con la comida (mexicana)

No soy alguien conocido por su afición a la comida y suelo considerarme poco exigente respecto al sazón cuando salgo a comer (con excepción de los tacos de pastor). Colombia me enseñó a apreciar la comida mexicana por el simple método de no ofrecerme comida mexicana. En sí eso no es un problema: me gusta probar las cosas locales y conocer distintas maneras de vivir, pero tras muchos días de no encontrar ni rastro de picante en la cocina local uno llega a replantearse seriamente la importancia que tiene un plato de pozole bien armado.

Mis relaciones personales quizás no son tan estrechas

Entendí que realmente no extraño a nadie, no siento ninguna de mis relaciones como una atadura. Apenas hice dos llamadas telefónicas.

No soy malo para caminar

Aprendí que tengo talento para caminar en terreno natural. Aun cuando caminé sobre terrenos muy enlodados y en desnivel, en ningún momento perdí el equilibrio. Tengo facilidad para desplazarme con relativa rapidez y darme cuenta de eso me hizo sentir contento, dado lo importante que es para mí caminar.

Me gusta pajarear

Vine a Colombia a darme cuenta de que me gustan las aves y que fotografiar seres naturales (especialmente animales) es de lo más bonito.

📷 Fotografías

Durante este viaje tomé poco más de 2,500 fotos en total. Si bien parece ser una cantidad considerable (120 fotos diarias, en promedio), ahora que vuelvo a ellas tengo la sensación de que pude (y quizás debí) tomar muchas más.

Pero a lo hecho, pecho. Hice una selección de las fotos más representativas y que más me gustaron y las publiqué en mi fotoblog.

Acá dejo los links a cada una de las entradas:

Nota final 🖊️

Me he dejado muchas cosas sin contar. No es posible relatar absolutamente todos los detalles de un viaje tan largo. Aun así, me quedó una entrada larguísima, la más larga que he publicado en este blog hasta ahora y seguramente será la más larga durante un buen rato. Intenté resumir lo más posible la narración para no terminar haciendo una novela y buscando al mismo tiempo no ser parco en exceso («fui a Colombia y me pareció bonito» no es lo que considero una narración interesante).

Creo que los viajes hay que relatarlos. Al fin y al cabo si uno vuelve de un viaje es precisamente para contarle a quienes se han quedado qué diablos hay allá8 y todas las cosas interesantes que los extranjeros logran hacer con intestinos de vaca.

Espero haber logrado el objetivo. Gracias por leer.


  1. Una de las cosas de las que suelo jactarme (y con razón, me parece) es de mi «extenso» vocabulario. Más aún: de la facilidad que tengo para incorporar nuevas palabras y la intuición que he desarrollado para deducir su significado. Cada oportunidad de aprender una nueva palabra representa para mí un momento fabuloso, comparable con aquellos de mi niñez. Es algo que apela directamente a mi yo infantil, curioso y ávido de palabras con que expresarse. ↩︎

  2. Acá todo se llama Simón Bolívar. ↩︎

  3. «Escampar» es uno de esos verbos hermosos que ya casi nadie usa. O mejor dicho: que en México casi nadie usa. Acá, si bien nos va, decimos «amainó la lluvia»; más frecuente es usar «yadejódellover», un verbo igual de útil, pero no tan lindo. En Colombia, en cambio, usan «escampar». Eso me parece genial. ↩︎

  4. Lo que en México sería una «recaudería» o «verdulería». La palabra «fruver» me parece estupenda: el lugar donde se venden frutas y verduras. ↩︎

  5. En mi opinión, la ubicuidad de las cámaras celulares y las plataformas como Instagram han tenido un impacto negativo terrible en los ecosistemas, en la creatividad y buen gusto humanos, y en la originalidad. Todo mundo quiere la misma pinche foto. ↩︎

  6. Perdón, pero acá no encontré la palabra adecuada para expresar cabalmente la sensación que provoca el Tayrona. Diría que es algo que vuela la cabeza, pero ¿cuál es el sustantivo entonces? No lo encontré, así que uso la palabra inglesa, que significa exactamente lo que quiero explicar 🤯. ↩︎

  7. Lo cual tiene sentido en realidad, dado que nos encontrábamos en un sitio remoto del parque. Las personas que trabajan ahí no necesariamente viven ahí y los ingredientes igual se tienen que traer desde el exterior del parque, entonces es de lo más lógico que haya horarios específicos de servicio. ↩︎

  8. Por eso nadie ha vuelto de la muerte para relatar lo que hay del otro lado. No nos conviene saber. ↩︎