Cuando se habla de «depresión» es común pensar en «tristeza». «Estar deprimido» es para muchos equivalente de «estar muy triste». En mi caso no es así. Para mí, la depresión es un estado de completa apatía. La tristeza es un sentimiento, algo que cala y que físicamente se siente. La depresión es no sentir. No tener ganas de hacer nada. No disfrutar lo que antes se disfrutaba. Es, además, un estado de permanente confusión, pues no se comprende que la vida de pronto aparezca tan anodina y desprovista de toda cualidad.

Ese estado abúlico se manifiesta de muy diversas maneras: se pierde el apetito, se descuida la higiene personal, se abandonan responsabilidades. Hay tantas expresiones posibles de la depresión como personas padeciéndola. Se vuelve realmente complicado identificarla en uno mismo. La depresión llega, se instala cómodamente en la habitación y se apunta a todos los planes.

Me llevó alrededor de un año comprender que estaba transitando por un cuadro depresivo. Durante 2019 mi vida se fue haciendo cada vez más incómoda y complicada, hasta que llegó un punto en que intuí que algo de verdad no andaba bien. Inicié un proceso de terapia, más por azar que por convicción. Ya estando ahí me tomó algún tiempo discernir que no solamente me encontraba deprimido, sino que ese estado llevaba tiempo gestándose, mucho más que el que me tomó llegar a identificarlo.

Uno de los factores que contribuyó al reconocimiento de lo que me ocurría fue el constante desorden en mi habitación. No se podía estar ahí. Ropa tirada de cualquier manera, polvo por todas partes, objetos misceláneos estorbando el paso. Un desastre. Lo que más me fastidiaba era la cama: más parecía trastero que otra cosa. Puede parecer insignificante, pero es un alivio contar con una cama fresca y limpia cuando se ha tenido «un mal día». Con la depresión todos los días son «malos días». Y la cama nunca está hecha.

Así que comencé a tender la cama. O mejor dicho: comencé a intentar tender la cama. Bueno, comencé a plantearme la idea de intentar tender la cama, de plano. Es jodidamente difícil. Es complicado, duele y toma mucho trabajo y tiempo el lograr algo «tan simple» como tender la cama. Me parece que demoré unos seis meses en conseguir una racha de hacer la cama por más de dos días seguidos. Uno de los aprendizajes que me tocó adquirir fue que con la depresión las categorías de «simple» o «complicado» no aplican. A la depresión le tienen sin cuidado las etiquetas. No le importa si tender la cama es «simple» o si comer es «necesario». La depresión te bloquea sin miramientos.

Cada día en que lograba hacer la cama era como una pequeña victoria. Aun si el resto del día no hacía nada más. Aun si mi habitación seguía desordenada. Aun si tendía la cama únicamente para echarme en ella e ignorar el hambre que sentía por el prolongado ayuno. A pesar de todo eso, tender la cama era un triunfo de doble recompensa: por un lado el haberlo logrado y por otro el contar con un espacio fresco, cómodo y limpio en el cual descansar.

Poco a poco y con mucha ayuda del proceso terapéutico logré que hacer la cama se volviera un hábito. Eso impactó directamente en mi salud física y emocional. Me parece que es muy importante no subestimar el efecto benéfico que pueden tener las pequeñas acciones orientadas a incrementar el bienestar personal. No hay que escatimar en ello.

Tender la cama no va a sacar a nadie de un estado depresivo; salir de ahí es algo mucho más complejo y para lo que se requiere ayuda —de preferencia profesional. El efecto que sí tiene tender la cama es la certeza de que después de un mal día se cuenta con un lugar cómodo para descansar.

Y eso es reconfortante.