Digámoslo simple: relacionarse con otros es desgastante.

Así ha sido mi experiencia. La interacción con otros seres humanos me exige mucha energía, independientemente de si dicha interacción es agradable o no. Termino físicamente agotado tras un contacto prolongado con la otredad. Eso me lleva a constantemente buscar momentos de reposo; es decir, alejarme de los demás.

No quiero decir que en general me cause repulsión la vinculación con lo ajeno; sí rehúyo ciertas situaciones que juzgo muy demandantes. Por ejemplo: suelo disfrutar más de una velada tranquila en compañía de unos pocos amigos que de las reuniones multitudinarias. Es complicado poner en palabras que no se trata de una animadversión generalizada, sino de un hastío puntual.

Hay quienes comprenden esto de inmediato y hay quienes juzgan negativamente a uno; de éstos, de los imbéciles, es mejor separarse. Creo que nos encontramos en un contexto en el que se sobrevalora el contacto permanente con los demás. Ya sea de manera real, compartiendo un momento de convivencia con seres de carne y hueso; o, con mucha más frecuencia, de manera virtual, compartiendo pruebas de tales convivencias en las redes sociales virtuales; si no estamos disponibles, si no compartimos, somos sutilmente señalados como parias. El afán de compartir y estar siempre presente llega a niveles vomitivos, muy a menudo en forma de dos palomitas azules.

Juzgo más sano el reservar tiempo y espacio para uno mismo, para estar solo, para no rendir cuentas a nadie. Desconexión total. Algo que parece sencillo se torna complejo en un mundo hiper-conectado. Mis reservas de energía social se agotan con rapidez y constantemente transito momentos en los que no quiero saber nada de nadie.

En esas ocasiones leer, escribir o dar un paseo en solitario se vuelven una opción salvavidas. Echar seguro a la puerta y poner el teléfono en modo avión también funciona.