Al pueblo natal de mi madre no iba desde hacía una docena de años. Hace un mes, en un pequeño viaje de fin de semana, mi familia y yo volvimos a visitar el pueblo. Me sorprendió gratamente el reencuentro con lugares y familia que no sabía que recordaba.
La visita fue ajustada y fructífera. En apenas dos días alcanzamos a visitar varias localidades cercanas. La región, comprendida en el límite entre el Estado de México y Michoacán, es de una belleza fascinante. Presas, bosques, pueblos de calles e iglesias hermosas, minas, mercados típicos y pintorescos, paisajes montañosos, riachuelos, agaves enormes, árboles frutales por doquier; es un panorama como de encanto, de cuento; cuesta mucho creer que se encuentra apenas a dos horas de la bulliciosa Ciudad de México.
En el relajado frenesí que fue visitar tanto en tan poco tiempo, tuvimos que caminar mucho, para mi buena suerte. Caminamos por calles empedradas, disfrutando de la típica arquitectura de pueblo minero; recorrimos veredas que atraviesan frescos bosques; nos internamos en praderas (tuvimos que huir de una jauría de perros); y bordeamos una presa. Es realmente un gusto el tener la oportunidad de visitar sitios así.
Durante mis paseos citadinos me considero un caminante solitario. Esto no se debe a algo en especial: tengo una marcada preferencia por los paseos largos y a buen paso, actividad que no muchas personas están dispuestas a realizar. Debido a ello he cultivado ya por un tiempo la idea de que cuando camino, camino solo.
Esta percepción sufrió un ajuste durante el viaje. En uno de los traslados la conversación se concentró precisamente en la idea del caminar no como una facultad útil, sino como una actividad identificante; esto es, que nos da identidad. Mi familia, por lo menos en lo tocante a la ascendencia, es una familia de caminantes. Mi madre y mi tío se entretuvieron un buen rato en realizar una relación de todos aquellos familiares que practican el caminar; al final, llegaron al abuelo de mi madre.
El bisabuelo, a quien no conocí en vida, fue un caminante consumado. Se internaba en el monte y recorría largas distancias; en parte porque no le quedaba de otra (en aquellos tiempos y lugares no había tantos caminos), pero sobre todo por el puro placer de andar, de trasladarse, del contacto con el entorno. Por el puro gusto de ser. No estoy pecando de un exceso de romanticismo: los relatos de mis familiares coinciden en que el bisabuelo tenía por costumbre llevar de paseo a sus nietos a través de las arboledas, armados apenas de algunas tajadas de carne y tortillas, que devoraban al llegar a algún claro. De ahí ha persistido en mi madre la costumbre y el gusto de comer los duraznos que crecen en los árboles a orillas de las veredas.
Creí conocer a mi bisabuelo únicamente por una vieja fotografía. En dicha foto, celosamente guardada por alguno de mis familiares, se le ve sonriente; aunque ya en ese momento era un anciano su expresión no acusaba ningún atisbo de debilidad, al contrario, sus ojos verdes, abiertos y brillosos bajo el ancho sombrero, mirando directamente a la cámara, parecen querer comunicar algo al observador futuro.
Tras esa larga conversación, en la que mi mente fantaseaba con la belleza de lo descrito por mi madre y mi tío, el caminar adquirió un significado distinto, no necesariamente opuesto. Más específicamente el caminar en solitario. Ahora, cuando camino, imagino al bisabuelo caminando; la imagen de mi andar en las atiborradas vías de la Ciudad de México me remite a la imagen de mi bisabuelo internándose entre los árboles; mis pies pateando asfalto y los suyos en contacto con tierra y raíces.
Aunque camine solo tengo la certeza de que esa soledad no es más que una suerte de ilusión: camina uno acompañado de sus ancestros, pues si uno camina se debe —en parte— a que otros antes que nosotros caminaron otras geografías.