Una condición inherente a la humanidad, que pocos reconocen, es la obsesión por la muerte.
Señales de este fenómeno se observan por todas partes: estatuas son erigidas para honrar a un grupo selecto de muertos; calles, aeropuertos y fechas en el calendario llevan por nombre referencias a personas fallecidas; los gobiernos se empeñan en dedicar los actos públicos a los mártires que nos dieron patria hace doscientos años mientras reprimen a quienes hoy exigen una mejor; las universidades, no contentas con basar su corpus en teorías y resultados de individuos muertos hace siglos, encima imparten cátedra en lenguas muertas.
Es también evidente la presencia del tánatos en el ámbito personal. Hay tantos casos de personas que se aferran a sus relaciones pasadas —fenómeno en el que «neurosis» y «necrosis» tienen algo en común más allá de la rima—, que el término «relaciones tóxicas» se ha vuelto sumamente popular. ¿Cómo no va a ser tóxico ingerir el zumo que supura la boca de un cadáver al besarlo?
La muerte es el más grande origen del poder. Tanto más muertos se es capaz de fabricar, tanto más poder se consigue. Es por ello que la humanidad organiza guerras y no orgías. Bacanales en honor de la muerte, las guerras son para y por los muertos: muchas se inician debido a las ideas que algún holgazán tuvo a bien escribir hace cientos de años. Saciada la sed de sangre de los dioses de la muerte, se recordará más a los muertos que la guerra produjo que a quienes tuvieron la desgracia de sobrevivir.
Son más importantes las personas cuando mueren y prueba de ello es que no hay evento social que sea capaz de reunir a más individuos que un funeral. Es más probable que la familia entera asista al sepelio de la abuela que a alguno de sus cumpleaños —de los que, por otra parte, nadie sabe la fecha—. En dichas ocasiones son frecuentes expresiones del estilo «hay que procurar estar unidos como familia» o «tenemos que vernos más seguido»; la muerte, con la gran fuerza cohesiva que tiene, logra que las familias cumplan esos buenos deseos la vez que los convoca al siguiente funeral.
Una de las posibles razones para la necrofilia es que la muerte despoja a las personas de todo lo que resulta superfluo e incómodo. La muerte nos libera de tener que lidiar con las manías, necesidades y costumbres ajenas; lo que «dejan detrás» los muertos —además de algunos huesos, si bien les va— es el recuerdo que tienen de ellos los otros. Es más sencillo tratar con la memoria de la bondadosa tía Juana a la que todos queríamos que con su aguardentosa voz riñéndonos por haber osado entrar en la casa con los zapatos sucios.
El ser humano es uno tanático. Constantemente busca la muerte y en ella basa los cimientos de su existencia. La característica no deja de ser curiosa: un ser vivo que reniega de esa cualidad. Si la vida es un relámpago entre dos oscuridades infinitas, es a todas luces evidente nuestro deseo por bajar el interruptor.