Olores. Es fácil reconocer la presencia ajena por los olores.

La estela alquitranada de un cigarro al amanecer. El nuevo suavizante de telas. La indescriptible sensación a limpieza ajena cuando llegamos a un hogar que no es el nuestro. El acre olor de los baños públicos. El retorno a casa huele a cañería. La comida, a cebolla; la higiene, a dentífrico. La fiesta huele a sudor, alcohol y vómito.

El olor a grasa callejera sobre el ofensivo dulzor de un perfume denuncia la apresurada ingesta de unos tacos de pastor a la salida de la oficina.

El sexo huele. Huele a piel y pies y sal; a saliva seca y a lo que queda impregnado en los dedos cuando éstos se aventuran en las diversas oquedades; huele a cabello en la nuca y a aliento pulmonar.

El olor de la cabeza queda recogido por sábanas y almohadas; el sofá huele a tardes de películas acompañados de nuestro perro y unas frituras. La ropa se queda impregnada con el aroma del dueño, por más veces que sea lavada. Tienen los objetos personalidad cuando huelen.

Incluso la muerte huele.

No, es la vida el origen. El fallecimiento del individuo desata una frenética prolongación de la vida para un ejército de gusanos, bacterias y seguramente algunos animales.

Únicamente los huesos descarnados no huelen a nada. La muerte, la de veras, la muerte que no es vida disfrazada, la que aniquila; esa muerte es la única que no huele. La nada no huele. La vida hiede.