Es un extraño placer ese de saberse comprendido.

No escuchado, no tomado en cuenta, no aceptado; no, nada de eso: comprendido. Cuando se forma ese instante de mutuo reconocimiento, de saberse uno en el otro, instante en el que toda palabra es superflua y solamente en la mirada cargada de significado se anuncia el entendimiento.

Es placentero no porque el punto sobre el cual se ha coincidido sea gustoso en sí mismo, sino porque se ha logrado un contacto entrañable con el otro, más íntimo y menos frecuente incluso que el contacto carnal —que es, a su manera, otra definición de entrañable.

Desde que empecé a tener uso de razón —esto es, cuando comencé a leer y a comprender lo que leía— me ha fascinado el encontrar que otros antes que yo ya han pensado lo mismo y, encima, lo han plasmado en un cuento, un ensayo o un poema.

Nihil novum sub sole.

Hay máximas y aforismos cuyo significado germina lentamente en nosotros y que, tras muchos años, se vuelven parte de nuestro ser. «Nada nuevo hay bajo el sol» fue distinta: llegó y la admití con la naturalidad con que se admite a un nuevo día (metáfora que, de hecho, ilustra el latinismo).

Nada nuevo hay bajo el sol. Todo lo que sentimos, pensamos, soñamos, sufrimos; todo eso y mucho más ha sido ya experimentado antes por otros. No somos sino una minúscula colección de todas las experiencias humanas posibles; alguien antes que nosotros ya ha pasado por lo mismo, por más improbable que sea la combinación que en vida nos toque.

Es inmediato reconocer esto en dos fenómenos que, de hecho, van ligados: la excreción y la muerte. ¿Acaso no toda excreción presupone una alimentación? ¿Y no es toda alimentación causa de muerte? Más aún: sin importar diferencia alguna de raza, credo, lengua, temporalidad, estatus socioeconómico —o cualquiera otra—; ¿no ha pasado toda la humanidad por el mismo acto ancestral de cagar?

Meditaciones sobre nuestros desechos

Entender la alimentación implica atisbar, al menos un poco, lo que significa la muerte.

Laura Sofía Rivero

De Laura Sofía Rivero he leído ya varios ensayos; su estilo y elocuencia son envidiables —nota para mí mismo: extirpar esa palabra de mi léxico— y en general disfruto mucho leerla. Con Dios tiene tripas. Meditaciones sobre nuestros desechos esa sensación alcanzó una nueva magnitud: me sentí comprendido. Alguien completamente ajena a mí había pensado lo mismo que yo. Y lo había escrito. El sentirse realmente comprendido es una impresión que todos deberían vivir al menos una vez en la vida.

La excreción es como la muerte: común a todos, sin importar ningún tipo de diferencia.

Y también es apestosa.

En Dios tiene tripas Laura Rivero toma el acto cotidiano de excretar (ir al baño, mear, cagar, hacer del uno y del dos) y extrae de ello una constante humana. Pocas cosas son honradas con el estatus de universales —en realidad no encuentro otras más que precisamente cagar y morirse. Eso lo hace todo el mundo.

La excreción es la que realmente nos recuerda «la condición humana». O sea, que nos vamos a morir.

También desde que tengo uso de razón he identificado que la suntuosidad es algo que me pone sumamente incómodo. No solamente porque me siento fuera de mi elemento1, también porque he relacionado la suntuosidad con la insoportable superficialidad de los otros. Qué fastidio convivir con personas con medio dedo de frente y una conversación como un partido de fútbol. Recuerdo que, cuando niño, constantemente me preguntaba (con otras palabras, evidentemente): ¿por qué hay gente tan mamona si al final ellos también cagan? (Y también se mueren).

Un popular juego de niños es cuestionar sobre las habilidades o superpoderes que convendría poseer. Volar, hacerse invisible, viajar en el tiempo, convertirse en un animal o cosa a voluntad; apostaría que son los anteriores las respuestas más comunes. ¿Por qué nadie elige el superpoder de no tener que ir al baño nunca más? Eso sería realmente súper, colocaría al afortunado poseedor en un lugar elevado, más allá de las deidades: ni el Übermensch —asesino de dioses— dejó de cagar.

Mi yo infantil elucubraba una estupenda idea: el superpoder definitivo para vengarse de los enemigos. ¿En qué consistía? Sencillo: la capacidad de teletransportar instantáneamente las heces y la orina propias a los correspondientes órganos del otro, de modo que al odiado rival «le andara del baño» en el momento menos oportuno y sin avisar.

Dios tiene tripas reúne en sus menos de 140 páginas todo lo que podría desear de un libro: sesudas meditaciones, carcajadas, comprensión, un estilo embelesante. Es también —la verdad sea dicha– sumamente asqueroso. Nunca he sido un aficionado del humor escatológico y por tanto dice mucho de la literatura de Laura Rivero el que haya podido acabar el libro en dos sentadas.


Y no, no lo leí mientras estaba en el baño.


  1. Lo mío lo mío son los tacos de suaperro y pastor de mi Neza d’ioro. ↩︎