Esta tarde, tras deponer la faena en el jardín y dar el día por acabado, con una fatiga que me llega hasta debajo de las uñas, y con un daño afilado en la columna —¡siempre la desgraciada columna!—, pensé en escribirte una carta.

Hace tanto tiempo que no escribo ni una postal, que ya he olvidado la ubicación de la oficina de correos. Me pregunto si seguirá en funciones. Las misivas ya no se estilan y la labor epistolar, creo yo, se restringe únicamente a cierta clase de diarios personales.

La mayor de las interrogantes, desde aquellas primeras letras que te hice llegar furtivamente en el pasillo entre clases, hace tantos años ya, es: ¿qué decir? Y una vez resuelto ese asunto —que no es menor, ¡faltaba más!— otra inquietud: ¿cómo empezar? La segunda más acerada, si cabe.

¿Qué decir? ¿Cuál será la materia de esta epístola? Tal vez un relato, acaso una numeración de los pormenores del día, quizás el borrador de una memoria. Tras tantos años de conocernos, ¿qué hay de mí que no conozcas? El recuerdo de esas primeras alegrías, las de mutua incomprensión esperanzada y silencioso asombro, me llega a la mente como el almendrado aroma del cosmético aquel que, para desventura tuya, dejaron de fabricar en el verano del ochenta y uno.

O la reminiscencia de aquellas primeras vacaciones fuera del país, caminando por la costa de Tenerife, tú con la cabellera recogida bajo el enorme sombrero. Tengo tan borrosa la visión de ese recuerdo que es como si de los ojos la miopía se me hubiera ido a la imaginación. Lo que sí recuerdo de esos días es tu risa fuerte y auténtica, como si trataras de que el mundo supiera de nosotros, y nuestras huellas en la negra arena, como hendiduras en un pastel de chocolate.

¿Será que cuando uno se hace viejo se vuelve más empalagoso?

O aquella ocasión que dormitamos a la sombra en el Tayrona, con el mar en los ojos y la montaña en las espaldas. Es sencillo evocar tu recuerdo. Aun cuando las imágenes se me escapan —característico indicio de senectud— siento tus dedos en mi piel y tu risa en mis oídos. El aroma de tu cabello, del que tu almohada es celosa guardiana, me devuelve a aquella hamaca suspendida sobre la tierra de Oaxaca y un calor como decidido a fundirnos.

Remembrar los viajes: entretenimiento de viejos. A nosotros, que ya nos es vetado el caminar, solamente nos queda recorrer la niebla de la memoria y esperar no extraviarnos en los vericuetos del olvido.

Me había preguntado: ¿cómo comenzar esta carta? Y heme aquí, lenta y difusamente, plasmando palabras de mi puño y letra como una pequeña caricia a tu recuerdo. Ahora me pregunto, ¿cómo comenzó el olvido? No lo sé. Los inicios enraizan en la bruma; únicamente nos es dado distinguir los finales.

Recuerdo el viaje aquel en el que comprendí que el sombrío inicio ya había quedado atrás, acaso anunciado en una palabra olvidada, en un descuido, en las llaves extraviadas. Llegamos al pequeño hotel junto al lago —daba más la apariencia de casa de retiro que de hotel— y nos instalamos. A esas alturas era ya evidente el cambio. Te recuerdo con la mirada extraviada, escudriñando el oleaje a través de la ventana.

Fueron días de una calma cruel. Te vi partir y quedarte. Releí una y otra vez las notas del médico hasta aprenderlas con todo y el acento extraviado de la segunda página.

Pérdida irreversible y progresiva de la memoria y funciones vitales […] desorientación, dificultad para recordar eventos recientes […] cuidados paliativos…

Tratamos de agotar nuestro tiempo. Cada instante juntos se nos iba de inmediato. Reímos, jugamos, conversamos durante horas, bailamos. Cada día un poco menos que el anterior, cada día un poco más difícil. Acordamos capturar los momentos y llenamos un pequeño bolso de rollos fotográficos que mandé revelar a la vuelta.

Cuando llegamos al lago aún reías con esa manera tan tuya. El camino de regreso lo hicimos en silencio.


Tiempo ha de ese último viaje al lago. Hemos hecho otros, por supuesto, pero ya no estabas tú. Te fuiste con la alegría y me quedé con las fotos. Y con esta epístola a punto de acabar.


Sé que no llegarás a leer esta carta. Aun así sabe, cariño, que te he amado.


Siempre tuyo,

S.



P.D. He olvidado la ubicación de la oficina de correos, pero no hace falta: estamos juntos. Decidí dejar esta carta junto a tu retrato. Apenas lo hice se me vació el alma. Ahora la retomo para agregar estas líneas (sé que sabrás perdonarme por esto) húmedas y emborronadas. En medio de la desdicha no puedo dejar de notar la amarga ironía de la ocasión mientras observo tu urna. Te perdí mucho antes de perderte. Y estamos, sin embargo, juntos.