Nuestras ideas pueden pensarse como los organismos resultado de la interacción de un montón de elementos en un caldo primigenio mental. Conforme crecemos hay un proceso continuo de surgimiento, maduración, enfrentamiento y muerte de ideas; algunas son destruidas al cabo de unos pocos segundos de existencia y otras desarrollan puntiagudos colmillos y se comen a las más pequeñas. Lo que pensábamos hace tiempo no es necesariamente lo que pensamos hoy en día, ni lo que pensaremos en el futuro.
Hay algunas ideas que se las arreglan para acompañarnos gran parte de nuestra vida. Cuando empezó a configurarse en mí el deseo la necesidad de escribir, surgió a la vez una idea que habría de aferrarse a la existencia y que a día de hoy aún sigue conmigo: llevar un diario.
Me parece que llevar un diario es la expresión más íntima de escritura que puede haber. Es, a la vez, la más rebelde y salvaje: un diario no conoce límites de ningún tipo; si la literatura pública (a falta de un término mejor) es incendiaria y desafiante, aun se ve encadenada a ciertas normas de estilo, gramática y ortografía; incluso las expresiones más pedantes y supuestamente reaccionarias de la literatura moderna (esas que pretenden romper con todo, hasta con el lenguaje) no son más que fútiles intentos de lograr algo que en la intimidad del diario se consigue con relativa facilidad: el poder mandar todo a la chingada.
Es el diario el ejercicio de metanarrativa por excelencia: es un diálogo del escritor que es a la vez lector y crítico, todo el público está representado en esa figura quimérica. El diario es un instrumento de creación sumamente personal, cuyo contenido es únicamente conocido (en principio) por aquel que lo lleva.
Con esto no estoy tratando de decir que todos los diarios son necesariamente literarios, en el sentido artístico de la palabra. Antes bien, lo que afirmo es que el diario admite tantas técnicas, matices, temas, intenciones y tonos que no es posible encasillarlo dentro de la literatura, sino que es una pieza distinta.
El diario es un instrumento que permite reconstruir una historia personal. En este punto creo que soy un diarista clásico: los diarios son escritos para uno, no para los demás, de modo que un diario debería ser secreto. Hacerlo de otra manera es jugar en contra de su naturaleza: sabedores de que nuestra creación puede ser objeto del escrutinio ajeno (aun cuando es deseado o admitido) nos auto impondremos tales o cuales cadenas que hagan más dócil la escritura. Ese es el punto en donde termina el diario y comienza la literatura.