Escribir es una necesidad tan acuciante como comer o fornicar. En una palabra: fisiológica. La diferencia con las dos últimas es que resulta mucho más complicado satisfacer la primera: el hambre desaparece con cualquier guiso, fritura, alimento chatarra; el deseo carnal no exige más que otro ser dispuesto a satisfacer su propio deseo con uno, en su defecto un poco de onanismo alivia la libido; el deseo de escribir, en cambio, no puede satisfacerse de cualquier manera; si no se hace bien, si el producto resultante no cumple con nuestras expectativas, si lo que leemos nos repugna —pues algo de buen gusto tenemos, no por nada somos lectores—, será contraproducente: el deseo persistirá, acompañado esta vez de un regusto a mal tabaco: el mismo acto de escribir, en su momento, nos procuró placer; ahora, en las postrimerías del ejercicio, nos sentimos agotados, pastosos, avergonzados de la sarta interminable de sandeces que hemos osado plasmar en mala hora, convencidos de que más valía quedarse con las ganas y no intentar nada. Es en ese punto cuando la necesidad de escribir aflora nuevamente. No es posible negar lo fisiológico.