La muerte es una idea que hice propia desde que tengo uso de razón. Me aterra. Como ateo que soy, creo en que esto es todo. No hay un más allá. Cuando uno se muere, es como si uno nunca hubiera existido. Es un pensamiento horrible.

No temo a la muerte en sí misma, como suceso. Temo al vacío. A esa pérdida definitiva de la consciencia que supone la muerte, de la que diariamente degustamos un poco mientras dormimos. Dormir es el entrenamiento para reconciliarnos con la idea del insondable vacío.

Hay ocasiones en las que de la nada me golpea la inexorable certeza de que voy a morir. Es entonces cuando mi imaginación hace un esfuerzo sobrehumano para tratar de dar sentido a… la nada. Frente a lo inefable, queda la impotencia. Y el terror. El ser humano es incapaz de concebir la nada, no digamos ya de describirla. A decir verdad, es ridículo intentarlo. Epicuro dijo:

La muerte es una quimera: porque mientras yo existo, no existe la muerte; y cuando existe la muerte, ya no existo yo.

Epicuro de Samos

Parafraseando: la muerte, que no es otra cosa que la nada, es incompatible con el ser —con el yo, conmigo—; por tanto, no es posible concebirla. Lo concebible está delimitado por nuestra experiencia previa y, me temo, la muerte —la propia, aclaro, porque la ajena nos es muy familiar— nunca formará parte de lo cognoscible.

Esta sensación cuyo nombre desconozco —la de asimilar plenamente la idea de mi propia mortalidad—, me ha atormentado sobre todo durante las noches, mientras transito vulnerable por ese terreno que está a medio camino entre la vigilia y el sueño. Es una tierra de nadie. Mejor dicho: es una tierra del miedo. Durante el día escapamos al terror por medio de distractores: los estudios, el trabajo, las relaciones, el entretenimiento, las ineludibles necesidades fisiológicas. Por las noches nos cubrimos con el manto protector de la inconsciencia. Las pesadillas que llegamos a tener, por muy malas que sean, no se comparan con el terror que provoca el vacío. Las pesadillas son cognoscibles. El vacío no. Las primeras pueden ser narradas, racionalizadas. Podemos manipularlas y hacer literatura, música o cine con ellas. El vacío no. Él —o eso— escapa a toda herramienta, arte o ardid que posea la humanidad. Podemos intentar representarlo, darle un rostro, un color, una supuesta corporalidad. Hacerlo nos da un poco de alivio. Sabemos, en el fondo, que frente al vacío estamos completamente desnudos e indefensos. Es una batalla que nunca ganaremos.

Engañar a la muerte

Recuerdo una historia que me contaron cuando era pequeño. A un campesino le había llegado la hora de morir, así que la muerte fue a recoger su alma. Cuando se lo encontró, el campesino le pidió que fuera por él al otro día, porque tenía que recoger la cosecha de su parcela. La muerte aceptó, se presentó al otro día y exigió el alma del campesino. Este le pidió un día más, para que le diera tiempo de ordeñar a las vacas. La muerte, contrariada, accedió. Al siguiente día el campesino pidió otro más, para darle de comer a los animales. A regañadientes, la muerte le concedió su petición. Así pasaron muchos días, en los que el campesino pedía un nuevo favor y la muerte aceptaba. Al final, cansada, se presentó ante él y le dijo que ya no había excusas, que sí o sí ese día se iba a morir. El campesino, mirándola fijamente, exclamó: “Muerte, ¡pero qué chula estás! ¡Bájate los calzones!” La muerte, sorprendida, echó a correr ruborizada y no volvió a pasarse por la casa del campesino, quien logró así no morir.

Escribir es una manera de burlar a la muerte, de inmortalizarse. En realidad lo que hacemos al escribir no es inmortalizarnos, sino aplazar un poco la hora de nuestra muerte, estirar el hilo de las parcas, defraudar el pacto con dios y robarle un poco de un tiempo que no nos correspondía. Escribir es, pues, un acto transgresor.

Escribir no nos librará del vacío. Nos permitirá sobrevivir en la experiencia de los que queden detrás.

Imaginar la muerte propia como ajena

Dado que no puedo concebir el vacío y que la muerte ajena forma parte de mi experiencia, puedo imaginar mi muerte desde el punto de vista de los otros. Hacer de mi propia muerte una muerte ajena. Es decir, imaginar las reacciones que mi muerte conllevaría.

Esta no es una idea nueva. Ni para mí, ni para la humanidad (evidentemente). Cuando era niño me entretenía tratando de imaginar lo que sucedería en mi entorno, particularmente con mis familiares y amigos, si yo muriera. Es un ejercicio mental que esconde un gran egoísmo y al que he dedicado un tiempo considerable a lo largo de mi vida porque lo encuentro sumamente ameno. Mientras era pequeño esta práctica no pasaba de una simple fantasía que se concentraba sobre todo en resolver la pregunta: ¿me extrañarían? Ahora que he crecido el cariz del ejercicio ha cambiado, influido, creo, por la experiencia de la muerte ajena.

Todos la gran mayoría hemos experimentado la muerte de un ser querido a quien no le dedicamos suficiente tiempo en vida. En los funerales no falta quien se lamenta de no haber convivido un poco más con el muerto, quizás haber intercambiado un último saludo, un último abrazo. Unas últimas palabras. A los deudos les es permitido aliviar en parte ese dolor por el simple hecho de que están vivos y pueden acercarse al ataúd o a la tumba y expresar algo de todo eso que no dijeron o hicieron con su difunto. A este, sin embargo, tal cosa le está negada.

O no.

“Si lees esto es porque…”

No recuerdo dónde leí o escuché una idea que me pareció genial: escribir cartas para nuestros deudos, con la intención de que las lean cuando hayamos muerto; compilar dichas cartas en un sobre y asegurarnos de dejar instrucciones claras para que sea abierto y su contenido leído tras nuestra defunción.

Me parece la evolución natural de concebir la muerte propia como ajena.

Si escribir es inmortalizarnos y si podemos imaginar la experiencia ajena de nuestra muerte, entonces un corolario es tratar de influir en dicha experiencia, en este caso por medio de la escritura.

Un ejemplo que me gusta de esta idea es la carta escrita por Geoffrey Bache Smith a J. R. R. Tolkien, poco antes de salir en una misión durante la primera guerra mundial, de la que no volvería.

Mi mayor consuelo es que si esta noche me voy por los imbornales —salgo en misión dentro de unos minutos— todavía quedarán miembros de la gran T.C.B.S. para anunciar lo que yo soñaba y en lo que todos concordábamos. Estoy seguro de que la muerte de uno de sus miembros no puede disolver la T.C.B.S. La muerte puede hacernos repulsivos o impotentes como individuos, pero no puede poner fin a los cuatro inmortales. Es un descubrimiento que comunicaré a Rob antes de salir esta noche. Y díselo también a Christopher. Que Dios te bendiga, querido John Ronald, y que digas las cosas que yo intentaba decir cuando yo no esté para decirlas, si esa es mi suerte.

Siempre tuyo,

G. B. S.

Última carta de Geoffrey Bache Smith a J.R.R. Tolkien

Escribir una carta póstuma puede garantizarnos, por así decirlo, unas últimas palabras.

Aquí hago un paréntesis. ¿Qué nombre recibe un texto que escribimos con la intención de que sea leído después de nuestra muerte? Un texto que es distinto a un testamento o a una nota suicida, claro. Hasta ahora el adjetivo “póstumo” se me antoja el más adecuado, aunque no el definitivo.

Vuelvo a la idea. Admito que es un poco macabra. Imagino que no a muchas personas les seducirá pensar en su propia muerte. Los seres humanos somos un caso curioso: nos sabemos mortales, nos sentimos lo opuesto. Volvemos a Epicuro: la muerte es algo que siempre le ocurre a los otros.

Así pues, he comenzado a compilar mi propio sobre de la muerte póstumo. No es que quiera morirme, pero, si llega a suceder, me gustaría que ciertas personas tuvieran unas últimas palabras de mi parte.

A fin de cuentas hay cosas que solamente les puedo decir estando muerto.