Durante 2017 trabajé en una empresa que tenía proyectado un ambicioso plan. La estructura, los deadline, las metas, los objetivos; todo estaba perfectamente definido, medido y reportado. El destino: 2020.
A inicios de 2018 dejé de trabajar en dicha empresa y a finales del mismo año encontré trabajo en otra. Aunque ambas empresas tenían poco en común (giro del negocio, país de origen, cultura empresarial, entre otras cosas más), compartían una meta: 2020.
Planes, proyectos, esquemas, diagramas de flujo. Todo para hacer de 2020 un año de éxitos, de lanzamiento de productos, de nuevas alianzas, adquisiciones, métricas.
Llegó 2020.
Y el año —o, mejor dicho, la vida— se encargó de demostrarnos una vez más la validez de aquel famoso dicho que reza:
El hombre propone y Dios dispone
A pocos días de que termine julio realizo un balance mental de las cosas que he vivido durante lo que va de este año y no puedo menos que sorprenderme. Estos meses en verdad han estado muy cargados de experiencias, sensaciones y noticias. Me atrevo a decir que 2020 es uno de los años que marcarán más fuertemente la historia mundial durante lo que queda de siglo. Esta transformación apenas inicia.
No quiero hablar de noticias, ni de datos. La pandemia de COVID-19 es el tema de todos los días y fuentes de información hay muchas, por todas partes. Paralelamente a este fenómeno se han desarrollado muchos otros en política, economía, sociedad, seguridad; para hablar de todo ello existen los portales de noticias.
Quiero que esta conversación sea más privada, así que hablaré de mis impresiones y de las cosas que me han sucedido desde la última vez que me pasé por aquí.
El ruido que nos desborda
En un ambiente urbano —de frenesí, de grandes edificios, de embotellamientos— es fácil perderse entre el ruido de la multitud, de los televisores y de los automóviles. Es fácil no escuchar, colocarse unos audífonos y dejarse llevar por la misma lista de reproducción de siempre, o entretenerse con el podcast o serie de turno.
Hay poco espacio para el silencio en una vida como esa.
Yo, que soy habitante de una ciudad monstruosa en sus proporciones (la más poblada de América Latina según este sitio), he experimentado el ruido y la aglomeración en todas sus formas: motocicletas como pequeños truenos, encarnados en la masa humana como muros que impiden subir a los trenes del metro, insistentes como las bocinas tras las cuales se refugian automovilistas estresados, en forma de alerta sísmica activada durante uno de los fenómenos cotidianos en el país, en las voces roncas de los vendedores ambulantes que dominan las calles y el metro de la ciudad, como la metralla que diario se descarga en la ciudad, entre muchos otros sonidos típicos.
Hay mucho ruido. Todo el tiempo.
Me parece alucinante caer en la cuenta de que, ante el ruido que nos aprisiona, erigimos muros de ruido para protegernos. La avalancha de información que nos satura desde nuestros dispositivos, la ingente cantidad de contenido multimedia que consumimos todos los días, el conglomerado de pensamientos que no van a ningún sitio y que nos impiden concentrarnos. Ante la imposibilidad de aquietar el entorno, hemos desterrado el silencio de nuestras vidas. La calma nos resulta insoportable, cuando no inconcebible.
Ahora mismo estoy escribiendo esto mientras escucho a todo volumen una canción.
Y, entonces, se hizo el silencio. O algo así.
Silencio
Desde el inicio de la cuarentena por el COVID-19 (que en mi país no se decretó nunca como tal, pero que podemos fechar el lunes 23 de marzo de 2020), he tenido la fortuna (el privilegio, dirán algunos) de quedarme encerrado en casa. Mi trabajo y mi situación familiar me lo permiten. Es, en verdad, una circunstancia que disfruto mucho.
El ruido en mi entorno ha decrecido considerablemente desde entonces. No tener la necesidad de desplazarme al trabajo, con todo lo que eso conlleva, me ha permitido aquietar mi mente de una forma que no había conocido antes. Soy alguien a quien su ruido interior lo desborda. Es muy complicado ponerle atención a cierto tipo de cosas en una vida frenética. Hace falta espacio. Hace falta silencio. Quietud.
No pocas personas me han referido que durante la cuarentena se han sentido aburridas, desesperadas, hartas. Entiendo perfectamente el origen de esa postura. Es algo que no me sucede. Al contrario, encuentro el encierro sumamente satisfactorio. El silencio me permite pensar en ciertas cosas que comúnmente paso por alto o postergo al sentirme saturado. El silencio es, en esencia, una oportunidad para hablar conmigo mismo. Es fascinante.
No pretendo pontificar, ni convencer a nadie de nada. A mí me gusta el encierro debido al silencio. A otras personas podrá parecerles una tortura medieval.
Las conversaciones más agotadoras siempre son con uno mismo y hay que dedicarles su tiempo.
Es así como he llegado a tener intensos monólogos con la persona en la que me he convertido. Algunos son divertidos, otros interesantes, algunos más muy tristes. Otros, devastadores. No es sencillo sentarse a conversar con uno cuando se tiene tendencia a la depresión. Es una batalla muy complicada de librar, donde el terreno no está claro y el enemigo es uno mismo.
De cualquier manera es una batalla que debe llevarse a cabo de vez en cuando. Me parece insano —por decir lo menos— postergar por demasiado tiempo el diálogo. No conocerse a uno mismo es una circunstancia lamentable y no tener intención de hacerlo es estupidez.
Malos momentos
Huelga decir que los procesos de cambio traen consigo incertidumbre. Huelga aún más mencionar que la incertidumbre conlleva pesares. Estos meses no han sido nada sencillos. Entre el temor al contagio —al de mi familia, en mi caso—, el cambio en la dinámica laboral, la inseguridad con respecto al futuro, entre otras cuestiones; mi ánimo ha sufrido altibajos pronunciados y, ahora que se termina, puedo decir con seguridad que julio ha sido un mes especialmente duro. La manera en que finaliza no se corresponde en absoluto a la manera en que imaginé que lo haría, hace un mes apenas.
No puedo decir que me la he pasado mal. Solamente he tenido malos momentos. Varios. Un montón, de hecho.
Me reconforta ver a los malos momentos como detonadores. Me impulsan a escribir, lo que ya es mucho.