Los estacionamientos se encuentran entre los sitios más anodinos que uno puede imaginar, quizás solamente por detrás de las oficinas de gobierno. Cuesta imaginarlos como escenarios de nada, casi cualquier otro sitio resulta más atractivo para situar acontecimientos: una casa abandonada, un sótano, una iglesia vacía, un bar; incluso un baño público parece ser mucho más propicio para albergar historias extrañas que un estacionamiento.
La historia que a continuación relataré tiene lugar, evidentemente, en un estacionamiento. Ignoro si el escenario en que se desarrolla contribuye a la verosimilitud del relato o si disminuye el cariz sobrenatural que, afirmo yo, tiene la historia.
Era domingo por la madrugada, a eso de las cuatro de la mañana, cuando mis amigos y yo nos dirigíamos al estacionamiento donde habíamos dejado la camioneta. Volvíamos de pasar la tarde y noche anteriores en la Feria de San Marcos, llevada a cabo en el bello Aguascalientes; algunos de mis compañeros estaban en innegable estado de ebriedad y todos muy cansados y ansiosos de llegar a la casa donde nos estábamos hospedando.
Llegamos al estacionamiento y me dirigí a la caseta de vigilancia acompañado de una amiga con quien iba platicando. Los demás se quedaron esperando cerca de la entrada del lugar. De la caseta salió un señor ya entrado en años, ligeramente alto, de barba canosa y recortada. Me acerqué a él y le dije que iba a recoger una camioneta. Me pidió el boleto que nos habían entregado horas antes como comprobante, se lo entregué y me indicó que ya podía sacar el vehículo. Mi amiga y yo nos dirigimos al cajón correspondiente, subimos a la camioneta y nos dirigimos hacia la salida. Ahí nos detuvimos un momento para que los demás pudieran abordar.
Entonces un hombre, más joven que el anterior, se acercó rápidamente y a través de la ventanilla me exigió el boleto para dejarme salir. Le mencioné que ya lo había entregado, me miró con cara de extrañeza y me pidió que lo acompañara. Así lo hice: descendí del vehículo y lo seguí. Llegamos a la caseta y me preguntó que a quién de quienes estaban ahí le había entregado el boleto de salida. Observé al resto de trabajadores: dos hombres y una mujer y me percaté que no se encontraba el viejo a quien había dado yo el comprobante. Comenté esto último y me dirigieron miradas de desconfianza, como si pensaran que yo intentaba quedarme con el boleto con quién sabe qué propósito. Entonces se originó una pequeña discusión: yo afirmaba haber entregado el boleto y ellos aseguraban no haberlo recibido. Describí un par de veces al señor que había recibido el comprobante y los trabajadores negaron rotundamente que en ese lugar trabajara alguien con esas características.
Pasado un rato la amiga con quien estaba cuando llegamos al estacionamiento se acercó para ver qué ocurría y tras explicarle la situación corroboró que nosotros habíamos entregado el papel a un señor de barba canosa, alto y ya entrado en años. En un principio yo había supuesto que los trabajadores querían de alguna manera estafarnos, pero ante la expresión desconcertada que compartían después de hablar con nosotros deseché esa idea.
Como no llegábamos a nada nos dejaron marchar. Uno de los empleados nos había reconocido de la tarde y le dijo a los otros que sí habíamos hecho el pago correspondiente, por lo que la cuestión se reducía al boleto faltante. Dijimos buenas noches y nos marchamos.
Me quedé pensando en el asunto mientras íbamos de regreso en la carretera oscura. Yo estaba totalmente sobrio: como iba a conducir no había bebido más que un cantarito de tequila y de eso hacía horas. Además, mi amiga había visto también al señor, por lo que no podían ser imaginaciones mías. Las calles estaban desiertas a esa hora de la mañana y el estacionamiento igual: era imposible que alguien entrara o partiera del estacionamiento sin que los trabajadores se enteraran. Y aunque lo sopesé en un inicio, abandoné la sospecha de que los empleados estuvieran obrando con malicia.
Así que había sucedido algo extraño, algo a lo que no hallaba explicación. Estoy plenamente seguro de haber entregado el mentado papel. La cuestión entonces es ¿a quién?
Segunda parte
La continuación de esta historia ya no me consta, pues yo no fui testigo de lo que sucedió. Sin embargo, la amiga quien me refirió los hechos es de mi mayor confianza, por lo que no dudo de su palabra, máxime que ella no escuchó la conversación durante el episodio del boleto extraviado.
Tras salir del estacionamiento tomamos la carretera con rumbo a la casa que rentamos durante ese fin de semana, ubicada en San José de Gracia, pueblo a orillas de una presa. Debido a la hora no se veía un alma y la oscuridad era tan densa que la luz de los faros apenas alcanzaba a dispersarla. Tras unos treinta minutos de camino llegamos a la desviación y nos adentramos en las desiertas calles del pueblo.
Yo iba un poco sugestionado por la cuestión descrita en la primera parte. Cabe aclarar que soy un escéptico recalcitrante y que todas las cuestiones sobrenaturales me tienen más bien sin cuidado. A pesar de eso, recorrer los caminos solitarios de San José de Gracia en plena madrugada, teniendo en la mente la duda de qué había sucedido realmente en el estacionamiento, me puso un tanto nervioso y como a la expectativa.
Llegamos a la casa y mi amiga descendió con su novio para abrir la reja que daba acceso al zaguán. Una vez lo hicieron, me adentré en la propiedad y estacioné la camioneta al final del patio. Todos descendimos, bajamos nuestras cosas y nos adentramos a la casa, muertos de cansancio. De esa manera mi amiga y su novio se quedaron solos en el patio, cerrando la reja que daba acceso a la calle. Es necesario mencionar que dicha reja estaba un poco torcida, por lo que costaba trabajo hacerla cerrar. En eso estaban, cuando mi amiga sacó su celular con intenciones de encender la lámpara para facilitar la tarea. Así lo hizo y en el momento en que el haz de luz incidió sobre la cerradura, del otro lado de la reja se recortó la silueta de un hombre. Sobresaltada, mi amiga lo miró y ella asegura que dicha persona era un señor ya entrado en años, ligeramente alto, con barba cana y recortada.
De la impresión soltó su celular y cuando lo recogió y volvió a alumbrar, por supuesto ya no había nadie del otro lado de la reja. Y no era posible que la persona que ella vio se hubiera escondido, pues la calle es ancha, vacía y no hay escondites posibles, ni siquiera autos estacionados, además de que el camino es pura terracería y es imposible caminar sin hacer ruido. Muerta de miedo, urgió a su novio para que cerraran rápido la cerradura y entraran a la casa con el resto de nosotros.
Después ya no hubo otros incidentes similares. Lo curioso de la situación es que mi amiga y yo nos relatamos nuestras respectivas historias hasta llegar a la Ciudad de México, de modo que no había manera que ninguno influyera sobre la imaginación del otro.
Esto, creo, no hace más que agrandar el misterio. Mi escepticismo me lleva a pensar que evidentemente hay una explicación lógica para todo el asunto y que la confusión se debe simplemente a que yo no cuento con todos los hechos para darle sentido a lo que viví. Por otra parte mi lado mexicano, ese lado supersticioso, amante de las leyendas, de los cuentos y los mitos, está sumamente feliz de tener una anécdota de fantasmas que relatar. La tradición mexicana de los cuentos de ultratumba, que ignoro si es compartida en otros países latinoamericanos, continúa viva incluso hoy en día, siguiendo una larga línea de historias que se remontan a la época prehispánica.
Ahora me pregunto si mis lectores tienen alguna historia extraña que les haya sucedido. Me gustaría que la contaran en los comentarios.
Gracias por leer.