Un suave rumor reñía con mi ventana. Monótono, mas no desagradable, musitaba historias antiguas, sobre los tiempos en los que la tierra aún no veía despertar a la humanidad. Una y otra vez el murmullo arremetía contra el cristal, una y otra vez era rechazado, sus historias desoídas, su aliento malgastado.
Me levanté, atravesé las tinieblas hacia mi ventana y abrí. El vetusto rumor se precipitó como la caudalosa corriente de una presa que se rompe, me envolvió, me relató cuentos extraños y hermosos. Me dejé cautivar y dancé con él, me llevó de la mano, salí de la bochornosa habitación y bajé las escaleras. El suelo era una caricia en mis pies descalzos, sonreí agradecido por el fresco contacto. Llegué a la cocina, la oscuridad se colaba por las ventanas y los resquicios de las puertas. A tientas encontré un vaso, serví agua, bebí un largo trago. Me encaminé acompañado a la pequeña sala con sillones de mimbre. El rumor, más fuerte ahora que me hallaba despierto, se sentó cómodamente en uno de los sillones, yo hice lo propio.
El tiempo transcurría y el sofoco de mi alma no cesaba. Sudé, sudé mientras bebía agua una y otra vez, oídos atentos al sempiterno murmullo, sentado en la oscuridad. Entonces una sombra se recortó contra la opacidad en el extremo opuesto de la habitación. Su contorno iba y venía, indeciso, ora desdibujado, ora definido. Mis empañados ojos no atinaban a distinguir lo que era. Guardé silencio, expectante. Incluso el susurro había disminuido, atento. Poco a poco la figura se fue definiendo, aclarándose al ritmo de mi respiración entrecortada.
Al fin estuvo frente a mí. Espuma desbordante caía con gracia y envolvía la sinuosa silueta hasta las incipientes colinas de su orografía. Una suave fragancia salada se desató de improviso, inspiré profundamente, ansioso, mientras nuestras miradas se cruzaban. Ah, sus ojos. Nunca olvidaré la impresión de observar esos oscuros luceros. Más negros que la lobreguez acechante, grisácea en comparación; más insondables que la incesante y grave voz del susurro a nuestro alrededor.
Mi alma sofocada, ya no por la canícula, sino por la visión de esos pozos abismales, no cabía en sí de gozo. Imposible volver el rostro. La espuma escocía mis ojos al salpicarme tras rebotar en las colinas. No aparté la mirada. Me hallaba hechizado, abandonado en una suerte de trance angélico.
Y cantó. Y el rumor cantó con ella. Jamás volví a escuchar melodía más pura. Si el susurro contaba historias del pasado, su voz cristalina me mostraba visiones del futuro. De nuevo permití que las ondas me envolvieran y transportaran, sin moverme ni apartar los ojos, cada vez más irritados, de los suyos. El canto creció en intensidad y belleza y mis ojos ya no soportaban más. No los cerré. No los desvié. La espuma me inundaba las cuencas y ya poco podía distinguir en la penumbra. Notaba, como a través de un velo, dos círculos oscuros enmarcados en una cortina de blanca espuma.
El cantó cesó con el amanecer. Sentí la suave mordedura del sol sobre mis brazos y rostro. Busqué a tientas, pues la luz no penetraba mis ojos anegados, a la musical silueta, mas no la hallé. Llamé, quedo al principio, después como desesperado, mas no obtuve respuesta. El tiempo transcurría y mis ojos se negaban a apartar el velo que había caído sobre ellos.
Ahora me encuentro aquí sentado, como todas las tardes desde entonces, en espera de escuchar de nuevo el canto esta noche. Creo que se ha ido para siempre. La espuma aún inunda mis ojos. Los ha vuelto inútiles. Todo lo que veo es oscuridad. Una oscuridad que me recuerda los túneles nocturnos sobre las colinas enmarcadas de espuma en los que aquella noche fijé mi mirada.
El antiguo murmullo continúa embistiendo mis ventanas. Así lo ha hecho desde tiempos inmemoriales y así continuará una eternidad después de que yo haya partido hacia la negrura de aquellos ojos que alguna vez se fijaron en los míos.