Sangre espesa escurría y se perdía en el drenaje. Un hombre anciano, tocado con un amplio sombrero, se inclinaba sobre la coladera abierta, sujetando firmemente una criatura que se retorcía tratando de escapar. Plumas marrones desperdigadas por doquier. Unos ojos sin vida observaban desde una cabeza cercenada la sangre que goteaba incesantemente del guajolote decapitado.
Era navidad. O año nuevo. Cualquiera de esas dos fechas. Un llamativo aroma a chile y chocolate inundaba la casa y escapaba de las ventanas abiertas. Las conversaciones en voz demasiado alta, el tintineo de las cazuelas y las ocasionales carcajadas disfrazaban el ruido del desesperado aleteo del animal sacrificado.
Recuerdo observar la escena desde el primer piso de la casa de mis abuelos. En el centro del patio, donde se hallaba la coladera, mi abuelo acababa de inmolar un guajolote y procedía a hacer lo mismo con el segundo, proporcionándome, sin saberlo, uno de mis primeros contactos con la muerte. Yo era muy pequeño y por supuesto el concepto no me era desconocido (¡faltaba más!), pero hasta ese momento no lo había experimentado así.
Lo que sentía en ese momento era una gran sorpresa. La lástima por los animales sacrificados para consumo humano no me llegaría sino hasta años después. En ese momento no podía más que pensar en lo curioso que resultaba haber visto vivo al animal, haberlo escuchado hacer ese curioso ruido de pavo y cuyo nombre desconozco; saber que horas después en la cena estaría comiendo de él me causó una profunda impresión.
Quizás lo más impactante fue la visión de la sangre. Parecía no acabarse nunca: salía y salía sin cesar, ya había manchado la ropa y las manos de mi abuelo y parte del patio y no dejaba de escurrir del cuerpo del animal que, sin cabeza, seguía debatiéndose en una inútil confusión.
Relacionamos la sangre con la muerte por razones evidentes. Si hay que hacer una película de terror, o escribir algún relato donde haya alguna defunción, es conveniente emplear cantidades industriales de sangre, para dejar bien claro que nuestra obra es sobre la muerte. Vamos, es algo de cajón. Aunque si nos detenemos a pensarlo un poco, nos daremos cuenta que en realidad no hacemos la relación sangre—muerte, sino pérdida-de-la-sangre—muerte. Esta, que es una verdad evidente, pasa muchas veces inadvertida.
Creo que eso es lo que estaba pensando en aquel momento de la muerte de los guajolotes. Quiero decir, no con estas palabras, sino de una manera más simple, menos razonada. Mi yo del pasado llegó a esta misma conclusión, con menos palabras.
Uno de mis libros favoritos de la infancia es una versión resumida e ilustrada de la Eneida. En uno de los pasajes (el correspondiente al canto XLI, para ser específicos) se narra la muerte de Camila, guerrera amazona inigualable, a manos del etrusco Arruntes. Al ver que Camila causa estragos y pánico entre las tropas, debido a su fiereza y valor, Arruntes se abre paso hasta ella y cuando la ve descubierta, arroja su lanza hacia ella. Camila es golpeada en el pecho y cae de su caballo; en ese momento el libro tiene una de las frases que más me han gustado en la historia de lo que he leído, aunque a primera vista parece inocua:
Camila, sintiendo que con la sangre se le escapa también la vida, se despide de sus compañeras.
Eneida, canto XLI
Esta es una de las imágenes literarias que más fuertemente me han golpeado. «Sintiendo que con la sangre se le escapa también la vida». No sé ustedes, para mí es una imagen sumamente fuerte. No es poética en su forma, por supuesto, mas tiene algo que me hace sentir escalofríos. Quizás haya sido la decisión de mostrar la relación sangre—vida, en lugar de la consabida sangre—muerte. No lo sé.
«Con la sangre se le escapa también la vida».
Vaya.