Dar las cosas por sentado. Es algo que hacemos todos los días: construir con suspiros  enormes catedrales sin cimientos para encerrarnos dentro de ellas y que al hablar solamente nos responda el débil eco de nuestra propia voz distorsionada por la arquitectura de aparente piedra fría.

Al final, inevitablemente, las voces del exterior terminan penetrando los inexistentes muros de nuestra catedral y, sin necesidad de derrumbar nada, llegan a reverberar en nuestros oídos. Son nuestros oídos como esa catedral que hemos construido. Es nuestra boca como esa catedral. La voz que emitimos no es más que una voluta de sonido afónico condenada a no abandonar la meta-catedral que hemos erigido en nosotros mismos. La existencia es demasiado brillante.

Todo empieza cuando decidimos que nuestra realidad es eterna y no etérea. Tenemos la ocurrencia de que quizás aquello que hemos visto derrumbarse en otros una y otra vez en nuestro caso será perenne. Se nos olvida que nuestra propia mortalidad es el contraejemplo por antonomasia a la tesis de la eternidad.

Un día nos encontramos libando los dulces licores que destila la nave central de la catedral, paladeando con los ojos cerrados, sintiendo como el alcohol nos calienta hasta la última fibra de nuestro ser, cuando abrimos los ojos y vemos ante nosotros arena helada. Es el momento en que caemos en la cuenta que nuestra catedral subsistió mientras la dábamos por sentada y que ahora ya no está. No es que se haya derrumbado, pues algo que nunca estuvo no puede derrumbarse.

Varias catedrales han desaparecido durante el transcurso de este año. Me pregunto en cuál estaré encerrado ahora sin darme cuenta.