Finaliza el último día del primer tercio de mi trimestre favorito del año: el cuarto.
Que me gusta octubre y que ya se acabó, pues.
Tengo un particular afecto por la tríada compuesta por octubre, noviembre y diciembre desde que puedo recordar. Gran parte de ello se debe a las festividades de los dos últimos meses del año, sin duda: me encanta la época navideña y amo la tradición del día de muertos y todo lo que conlleva. Otra de las razones es la atmósfera: los días son más cortos, mucho más frescos (aunque esta ciudad cada vez más parece un horno), el aire está cargado de aromas deliciosos (una vez más: a pesar de la misma ciudad). Incluso las personas cambian y aquellos a quienes creías conocer bien te resultan desconocidos y hasta extraños. Es un tiempo de colores, sabores, sonidos, palabras, silencios, sensaciones.
Hay algo más que se me escapa y no alcanzo a precisar. Alguna otra razón por la que esta parte del año me resulta tan placentera. Estoy seguro que el resto de la humanidad ha tenido esta misma sensación, para la cual no hay un nombre y si lo hay lo desconozco. Se da cuando cierto contexto específico dispara una oleada de emociones e impresiones que nos remontan placenteramente a algún momento pasado de nuestra vida. Es algo así como un deja vu nostálgico.
Pues bien, año con año durante estos meses me acompaña el sentimiento-sin-nombre. Cuando camino en la calle es como si caminara sobre humo y me encanta. Alebrijes, los reyes magos, catrinas, pan de muerto, copal, todos danzando sobre caminos de cempasúchil, evocan quién sabe qué extraños espectros en mi mente. Fabuloso, de verdad.
Todas las cosas tienen un fin. Las cosas humanas, al menos. El trimestre es aún joven, pero el tiempo ya se ha cobrado la primera ofrenda. Así muere octubre, el sempiterno octubre que volverá en ciclos una y otra vez, siempre diferente, siempre el mismo. Es hora de dejarlo partir y darle la bienvenida a noviembre.