Hoy es uno de esos días.

Un reptil venenoso repta desde las profundidades de mi estómago, abrasando mis entrañas con su aliento de fuego. Lentamente, demorando el paso en mis pulmones y mi corazón, el saurio se abre paso hacia mi boca, mi lengua, mis ojos. Mi cerebro se achicharra y cualquier intento de alejar a la bestia es salir del sartén para caer en las brasas.

Curiosa contradicción: mientras mis interiores se calcinan, mis extremidades se congelan. Un frío amartillado se apodera de mis pies, mis manos, haciendo tan difícil plasmar mis pensamientos, como difícil es traducir el frío y el calor en ideas concretas.

El lagarto ha llegado ya a mi cabeza. Se instala cómodamente sobre mi lengua. Muerde, muerde. Muerde el reptil y muerde el calor y muerde el frío que son míos y que me rodean. La cola del animal me obstruye la garganta. No puedo ya respirar, ni hablar, y siento una opresión cual nudo gordiano en mi glotis. ¿Dónde está el Magno en días como éstos?

El humo desprendido encuentra pronto su caudal en mis venas. La sangre, ennegrecida, oscurece los órganos a medio cocer, que continuan humando. Mi sistema desborda y el humo me tiñe los ojos de hollín. La cerilla hierve en mis oídos conforme las mefíticas emanaciones abandonan mis canales auditivos.

Me observo en el espejo. Mis ojos, velados, no perciben ya la luz. Mis manos, heladas, no sienten ya mi garganta amoratada. Mi lengua, a medio devorar, no es más que un inútil despojo que cuelga grotescamente de mis mandíbulas sin mejillas.

El saurio se ha cansado de mi rostro y ahora vuelve, cabeza abajo, hacia mi corazón. Mi cerebro toma un respiro, levemente aliviado; la luz se abre parcialmente el paso hasta mis retinas; mi pecho estalla en una repugnante masa amorfa y sanguinolentas esquirlas que en otro tiempo fueran mis costillas.

Ya no puedo sostenerme y caigo violentamente. Levantarme es imposible. Sonrío. Ahora veo al reptil entre las nieblas del olvido. Lo tengo al alcance.

El desagradable animal se ceba en mis restos, sorbe con deleite los espesos jugos que se derraman de mi hígado, cual yema en un huevo poco cocido. Lentamente, mi aterida mano se acerca a uno de los fragmentos óseos que están esparcidos por todas partes. Lo aferro, es delgado, puntiagudo. Perfecto.

Con las últimas fuerzas que tengo, antes de que mi cerebro se rinda, apuñalo al dragón una vez, dos veces, tres veces. Un alarido terrible resuena en mis tímpanos, lenguas de fuego lamen mi mano y la dejan en carne viva.

El trabajo está hecho. El dragón ha sido herido de muerte y ya solamente tengo que esperar. Me permito descansar un instante. No demasiado largo, tan solo un instante. Cuando alzo la cabeza otra vez, el dragón ha muerto. Su cadáver destila pestilencia y yo sonrío ante el hedor.

Con dificultad, reúno mis vísceras y mis huesos. Lo acomodo todo como mejor puedo, una de mis costillas me sirve de aguja, un manojo de venas menores de hilo.

He terminado. Sonrío por tercera vez y última. Sé que el dragón no se ha ido del todo. Antes de estallar mi pecho, ha dejado un huevo oculto en algún lugar de mi cabeza. Es cuestión de tiempo para que su cría venga al mundo. Así ha sido y así será siempre.


Hoy es uno de esos días…