El sábado pasado demostré, en el concierto que Amon Amarth ofreció en el Pabellón Cuervo, que mi canción preferida de los nórdicos es Death In Fire. No hubo otra rola en la que gritara con más fuerza, con berridos nacidos de lo más profundo de mis entrañas, con adrenalina bañando la última fibra de mi ser; no hubo otra rola en la que nunca dejara de saltar o de agitar los brazos, desgañitándome con las estrofas.

No es que sea la canción más rápida (véase Asator, Destroyer of the Universe), con los mejores riffs (véase Twilight of the thunder god, Varyags of Miklaagard, Raise Your Horns, Valhall Awaits me, y un muy largo etcétera) o la mejor letra (Sound of eight hooves, Fate of norns, We shall destroy, Embrace of the endless ocean, The Dragon’s flight across the waves, Runes to my memory…)

Death in Fire es especial por algo más. Fue la primera canción de Amon Amarth que escuché y la que hizo que me volviera fan de la banda. Eso de entrada ya la hace sobresalir de las demás, pero lo verdaderamente definitivo acerca de esta canción es el sentimiento que me embargó, cinco años atrás, el corear, rodeado de desconocidos, la respuesta a la llamada de Johan durante el concierto que dieron en el Circo Volador.

Contestar El Llamado, expulsar ese grito, el que hace que los dioses en persona lo escuchen, es algo que inflama, hace correr adrenalina en cada una de nuestras venas, provoca que el corazón de un hombre se desboque. Pocas canciones tienen tanto poder como Death In Fire.

Por eso, antes de que Johan terminara de gritar “Death!”, yo ya estaba contestando:

IN FIRE!!!