El estruendo rompió la calma nocturna en la avenida principal. En pocos segundos el enorme trailer recorrió el centenar de metros que lo separaban de la intersección, donde había una fila de autos esperando el cambio de semáforo. Los conductores no tuvieron tiempo de reaccionar frente a la inminente embestida. El resultado fue desolador. Peatones corriendo en círculos, personas malheridas intentando escapar del amasijo de fierros en que se habían convertido sus autos, o prensadas entre dos automóviles, añadían a la confusión mecánica gritos orgánicos de terror. Y el trailer seguía avanzando. Como espectral segadora, avanzó por encima de las horrorizadas personas que intentaban escapar y se alejó a toda velocidad dejando tras de sí un reguero de sangre, vísceras, extremidades. Entonces llegó el segundo trailer. Como si hubiera sido ensayado, el vehículo se fue contra las personas que habían quedado heridas en el pavimento y quienes se habían apresurado a auxiliarlas. Con saña, el conductor del coloso impactó los restos de varios automóviles y de sus ocupantes, mientras hacía sonar la bocina ininterrumpidamente. En este punto reaccionamos y desde el sexto piso del edificio telefoneamos el número de emergencia. Reportamos la desgracia y nos aseguraron que una patrulla estaba en camino. Nunca llegó.


La realidad de los sueños es algo incomprensible. Su lógica escapa a cualquier sistema de pensamiento que nos hayamos acostumbrado y aunque a menudo parezca que los sueños tienen cierta construcción lineal la realidad es que dicha linealidad es tan sólo una quimera. Por lo menos a mí me causan siempre una extrañeza y me maravillo ante los escenarios tan diversos que mis sueños me han regalado. No soy alguien dado a pesadillas. Los sueños violentos u oscuros que me han tocado a lo largo de la vida, aunque me provoquen desazón e inseguridad, en la vigilia los atesoro como una experiencia fascinante. Además, en mis sueños hasta ahora he resultado inmortal. Mientras otras personas me refieren pesadillas en las que perdían la vida o su integridad física se veía seriamente comprometida, en mis peores pesadillas las amenazas, si bien de naturaleza terrible, nunca logran hacerme más daño que un leve susto.

Amo soñar. Me deja anonadado la capacidad del cerebro para crear historias tan ridículamente absurdas y tan llenas de significado a la vez. Si hay algo que me causa un profundo pesar es ese momento del día en que caigo en la cuenta que ya no recuerdo mi sueño de la noche anterior. Gracias a los sueños he vivido aventuras de todo tipo. El soñar es, en este sentido, un acto que asocio con el acto de leer. En la lectura se tiene cierto grado de libertad. Uno puede escoger el libro que va a leer a continuación y siempre puede dejarlo en cuanto ya no le apetezca. Con los sueños no ocurre lo mismo. Si bien nuestras oníricas fantasías están condicionadas por nuestras experiencias (parece ser que no podemos soñar nada que no podamos «construir» con nuestros recuerdos), por lo regular el argumento de un sueño es algo que nos deja totalmente sorprendidos, así se trate de la representación más anodina de nuestra realidad física.

No pocas veces he despertado después de un sueño maravilloso con un sentimiento ambiguo; de tristeza por saber que el sueño ha terminado, de placer al rememorar los últimos instantes del espejismo, exprimir hasta el último escalofrío en la última de mis fibras nerviosas, cerrar los párpados una vez más antes de levantarme. De todos los placeres humanos, el soñar es, quizás, el más extraño, el más inaprehensible. A tal grado, que cambiaría gustoso la oportunidad de leer un buen libro por la promesa de soñar esta noche.

«Nunca estropearía un sueño perfecto manchando su aura, más bien ajustaría mi rutina diaria para poder volver a soñar.»

Emily Dickinson